Vamos a hacer de esta
reflexión una contemplación de la experiencia que Pedro tiene sobre la
resurrección de Cristo. Dice el Evangelio: “Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el
Mellizo, Nathanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus
discípulos".
Recordemos que Cristo
ha resucitado. Todos han sido testigos: ha estado con ellos, les ha hablado y
les ha prometido que dejaba al Espíritu Santo, han visto el milagro de Tomás;
sin embargo, la soledad vuelve a rodearles
“Simón Pedro les
dice: “Voy a pescar. Le contestan ellos: También nosotros vamos contigo. Fueron
y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada". Los apóstoles estaban solos respecto a Cristo, solos respecto a su
oficio de pescadores. ¡Y de pronto sucede algo que ellos no esperaban!
Una de las
características de las apariciones de Cristo es la gratuidad. Cristo no se
aparece para dar gusto a nadie. Cristo mantiene en sus apariciones una
gratuidad. “Me aparezco cuando quiero, porque yo quiero”. Con lo que Él nos
vuelve a manifestar que Él es el verdadero Señor de la existencia.
“Cuando ya amaneció,
estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les
dice: Muchachos, ¿no tenéis pescado?" ¡Imagínense cómo le contestarían..., después de toda la noche trabajando
se habían acercado a la orilla, y un señor imprudente les pregunta si no tienen
pescado! Y Él les dice: “Echad
la red a la derecha de la barca y encontraréis". Echan la
red y resulta que ya no la pueden arrastrar por la abundancia de peces. ¿Qué
sentirían?
“El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: Es el
Señor". De nuevo se
repiten las mismísimas situaciones al primer encuentro con Jesús: Un día,
después de pescar infructuosamente, todos en la barca regresan. Los
experimentados han fracasado, y un novato les dice que echen ahí las redes, que
ahí hay peces. La echan y efectivamente la red se llena.
¡Cuántas cosas
semejantes al primer amor! Juan no lo narra, lo narran los otros evangelistas,
pero sabe al primer encuentro. Y Juan, que ama y es amado, dice: “Es el Señor". Reconoce
los detalles del inicio de la vocación. Es como si Cristo buscase dar marcha
atrás al tiempo para decir: “Todo empieza de nuevo, sois verdaderamente hombres
nuevos”, como en el primer momento, como en el primer instante. Como que el
primer amor vuelve a surgir desde el fondo de nosotros mismos para recordarnos
que somos llamados por Cristo.
Juan, en la fe y en
el amor, reconoce al Señor, y Pedro sin pensar dos veces, se lanza de nuevo
hacia Él. Ya no es el Pedro del principio de este Evangelio: amargado, triste,
enojado. Es un Pedro que ha oído: “Es el Señor”; y se lanza al agua. Y después
viene toda esa hermosísima escena de la comida con Cristo, en la que el Señor
produce de nuevo la posibilidad de comunión con Él, en amistad, en cercanía y
en abundancia. “Siendo
tantos los peces, no se rompió la red".
Todo esto va
preparando la experiencia de Pedro con Cristo. Hay ciertos temas que Pedro no
ha tocado aún, hay ciertas situaciones que Pedro no se ha atrevido a señalar.
Hay un aspecto que Pedro, aun estando con Cristo resucitado, no ha resuelto
todavía: la noche del Jueves Santo; la negación de Pedro. Es un tema que Pedro
tiene encerrado en un closet con siete llaves. Tan es así, que Pedro se lanza
al aguan como diciendo: “aquí no ha pasado nada, yo vuelvo a ser el primero”. Y
Cristo dice: “traed
los peces". Y Pedro es el primero en ir a buscarlos. Como
si a base de estos gestos uno quisiese tapar aquellas cosas que no nos gustan
que los demás vean.
Y continúa el
Evangelio diciendo: “Después
de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas?". Cristo
vuelve a preguntar por el amor. "[...]
Apacienta a mis ovejas". Cristo confirma a Pedro su
misión.
Y este amor que
Cristo nos propone, es un amor nuevo. No es el amor de antes, no es el amor de
aquella jornada junto al lago en la que Cristo les pregunta: “¿Quién soy yo para
vosotros?", y Pedro responde: “eres el Hijo de Dios". No
es el amor de la sinagoga de Cafarnaúm cuando Cristo les dice: “¿También vosotros queréis marcharos?",
y responde Pedro: “Señor, ¿a dónde iremos?" No es el amor
del jueves por la tarde, cuando Cristo le dice: “Uno de vosotros me va a
entregar", y Pedro salta. Cristo le dice: ¿Sabes qué? Tú
me vas a negar tres veces. Y Pedro, explotando, dice: Yo antes daré mi vida que
negarte a ti.
No es ese amor, no es
el amor antiguo, el amor que nace de la propia decisión, el amor que nace, como
un río, del propio corazón. Es el amor que, como lluvia, Cristo deposita sobre
el desierto del alma de Pedro. Es el amor que se derrama sobre el alma, un amor
que ya no procede de mi certeza, de mi convicción, de mi inteligencia, de mis
pruebas, de mi tecnicismo; es el amor que nace sólo del apoyo que Cristo da a
mi vida. Y ese amor es el amor que me va a hacer superar la debilidad para
ponerme de nuevo en el seguimiento del Señor. No es el amor que nace de mí,
sino el amor que viene de Él.
“En verdad, en verdad te digo, cuando eras joven, tú mismo te
ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo extenderás tus
manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras". Con esto indicaba la clase de muerte con que iba
a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: Sígueme.
Y Pedro ve a Juan y
le dice a Jesús; “Señor,
y éste ¿qué?" Y Jesús le responde: “Si quiero que se quede hasta que yo
venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme". Con esto Jesús le
está diciendo: Olvídate de tu alrededor, deja de lado todos los otros apoyos
que hasta ahora has tenido; tú, sígueme.
La resurrección, por
sí misma, no es una garantía de nuestra proyección y lanzamiento con corazones
resucitados. Habiendo sido testigos, nuestra vida puede continuar igual, sin
transformaciones reales. Y esto lo vemos cada uno de nosotros en nuestra vida
constantemente. Somos testigos de tantas cosas, y a lo mejor nuestra vida sigue
igual.
La resurrección, el
hecho de que veamos a Cristo, de que experimentemos a Cristo resucitado, la
alegría de Cristo resucitado, a lo mejor, lo único que hace es dejar nuestra
vida un poco más tranquila, pero no renovada. Sobre nuestra vida puede
proyectarse la sombra del pasado o la incertidumbre del futuro. Nuestra vida
puede seguir aferrada a antiguas certezas, a los criterios que nos han servido de
brújula durante mucho tiempo.
Es bonito que Cristo
haya resucitado, pero repasemos nuestra vida para ver cuántas veces pensamos
que no nos sirve de mucho y que en el fondo hasta es mejor que las cosas sigan
como están. Pedro no parece tener todavía una conciencia plena de lo que
significa la resurrección de Jesucristo: lo vemos apegado a sus antiguos
hábitos. Pedro sigue siendo el mismo, nada más que ahora se siente más solo,
porque casi lo único que ha sacado en claro es la debilidad de su amor. Después
de tres años, para Pedro lo único que prácticamente hay claro es que su amor es
sumamente débil. Pedro se ha dado cuenta de que puede fallar mucho y de que no
sabe ser roca para los demás. Junto a todas las cosas de que ha sido testigo
tras la resurrección de Cristo, en el corazón de Pedro hay algo que pesa: la
pena, el fracaso para con quien él más ama.
Esto es como una
herida tremenda en el corazón de Pedro, que ni el Domingo de Resurrección, ni
las otras apariciones han sido capaces de curar, de limpiar, de purificar. A
pasar de todos sus esfuerzo -cuando le dice María Magdalena: “ahí está el Señor”, y corre;
le dice Juan: “es el Señor", y se lanza al agua-, el
corazón de Pedro tiene una experiencia de profunda tristeza. Él sabe que es muy
débil, más aún, nada le garantiza que no lo volvería a hacer, y casi prefiere
ni pensar.
Quizá nosotros,
después de esta Cuaresma en la que hemos ido recogiendo, como un odre, todas
las gracias, todos los propósitos de transformación, todas las necesidades de
cambio, todas las ilusiones de proyección, todavía podríamos tener un peso en
nuestra alma: el saber que somos débiles, que nada nos garantiza que no
volveríamos al estado anterior. Y, la verdad, se está muy a gusto pensando en
la resurrección, mejor que pensar en esto.
La resurrección por
sí misma no es garantía; pero, si queremos dar un paso adelante, nos daremos
cuenta de que Cristo a Pedro lo renueva en el amor y en la misión. El diálogo
en la playa entre Cristo y Pedro es un diálogo de renovación en el amor. Pedro
amaba a Cristo, y desde el primer momento en que Cristo le pregunta: “Simón, hijo de Juan, (ya no le
dice Pedro) ¿me amas más que éstos?" Le dice él: “Sí, Señor, tú sabes que
te quiero". Esa certeza, el amor a Cristo, Pedro la tiene
clavadísima en su alma.
Pedro, después de
tres veces de preguntarle Cristo sobre el amor de su alma, se da cuenta de que,
muy posiblemente, ese triple amor está curando una triple negación. Pedro
constata que su amor se había quedado enredado en las tres veces que
dijo: “No conozco
a este hombre".
Cuando lo negó por
tres veces, sus palabras, sus miedos encadenaron el amor vigoroso de Pedro. Y
cuando Cristo sale al patio y lo mira, esa mirada hizo que Pedro se diera
cuenta de las cadenas que él había echado.
Y Cristo como que quiere
retomar la escena. Y así como retoma la escena de la vocación de ese primer
momento, Cristo retoma la escena de la negación, como si Cristo le dijera a
Pedro: ¿dónde estás?, ¿dónde te quedaste?, ¿te quedaste en el Jueves Santo?;
vamos a volver ahí.
Y Cristo renueva el diálogo con Pedro donde se
había quedado, y Cristo renueva su amor a Pedro y el amor de Pedro hacia Él,
donde se había quedado atorado, en el jueves por la noche.
Cristo nos enseña que
amarle en libertad significa ser capaces de mirar de frente nuestras
debilidades, de volver a recorrer con Él los caminos que por miedo no nos
atrevemos a cruzar.
Quizá, cada uno de nosotros tenga un jueves por
la noche; quizá, cada uno de nosotros tenga una criada, una hoguera, unos
soldados y un gallo que canta. Y Cristo, con amor, nos enseña a mirar de frente
esa negación para que ya no nos atoremos ahí: “Si un día me dijiste no, camina
ahora conmigo”.
El día que Pedro negó
a Jesucristo, a lo que Pedro le tuvo miedo fue a morir por Cristo, a morir con Cristo.
Pedro sabía que si decía que era discípulo del Señor, le podían echar mano y
llevarlo al calabozo. Pero el amor de Cristo retoma a Pedro y se lo lleva,
purificándolo hasta anunciarle que él también un día va a morir por Él. “Cuando eras joven te ceñías tú
mismo, cuando seas viejo extenderás los brazos, otro te ceñirá y te llevará
adonde tú no quieras". Y luego añadió: “Sígueme".
Cristo nos renueva
con su amor para que atravesemos ese tramo de nuestra vida en el que el miedo a
morir con Él, el miedo a entregarnos a Él nos dejó atorados. Ese tramo de
nuestra vida en el que todavía nosotros no hemos atrevido a poner nuestros pies
porque sabemos que significa extender las manos y ser crucificados.
Cristo no le pregunta
a Pedro: “¿me vas a volver a negar?” Sino que le pregunta: “¿me amas?” A Cristo
le interesa el amor. Sólo el amor construye, porque sólo el amor repara, une,
sana y da vida. El amor renovado, el amor resucitado es el lazo que Cristo
vuelve a lanzar a Pedro. El amor capaz de pasar a través de la propia
experiencia, ese amor que es capaz de pasar por lo que uno una vez hizo y
preferiría no haber hecho, y guarda su conciencia; ese amor que es capaz de
pasar por el propio pasado, por la imagen que yo hubiera podido forjarme de mí
mismo. Ese amor es el inicio que reconstruye un corazón cansado, porque este
amor ya no se apoya en nosotros, sino en Cristo.
«Sígueme», no te
sigas a ti mismo, no sigas tus convicciones, tus gustos, tus ideas. Este amor
ya no se apoya en ti; es el amor que proviene de Cristo, el amor que nace de
Dios. Dirá San Juan:
“Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama
ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama, no ha conocido a Dios porque
Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene, en que Dios
envió al mundo a su Hijo Único, para que vivamos por medio de Él. En esto
consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos
amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación para nuestros pecados. Si Dios
nos amó de esta manera, también nosotros nos debemos amarnos unos a
otros".
La experiencia de
Pedro es la experiencia de un amor renovado. Pero al mismo tiempo, la
experiencia que Pedro tiene de Cristo resucitado, es un amor que no se puede
quedar encerrado, es un amor que se hace misión. Es un amor que renueva la
misión de apóstoles que nos ha sido dada; es un amor que, en nuestro caso,
renueva el vínculo con la misión evangelizadora de la Iglesia, renueva el
compromiso cristiano a que fuimos llamados al ser bautizados. No es un amor que
se queda en un cofre guardado, es un amor que se invierte, es un amor que se
reditúa, es un amor que se expande. Y este amor es un amor que no teme; no teme
a la cruz que significa la misma misión, porque va acompañado de Cristo que me
dice: “Sígueme".
CS
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