Texto del Evangelio (Lc 10,1-12): En aquel tiempo, el Señor designó a otros setenta y dos, y los
envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde él
había de ir. Y les dijo: «La mies es mucha, y los obreros pocos. Rogad, pues,
al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Id; mirad que os envío como
corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no
saludéis a nadie en el camino.
»En la casa en que entréis, decid primero: ‘Paz a
esta casa’. Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si
no, se volverá a vosotros. Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo
que tengan, porque el obrero merece su salario. No vayáis de casa en casa. En
la ciudad en que entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad los
enfermos que haya en ella, y decidles: ‘El Reino de Dios está cerca de
vosotros’.
»En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid
a sus plazas y decid: ‘Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a
los pies, os lo sacudimos. Pero sabed, con todo, que el Reino de Dios está
cerca’. Os digo que en aquel día habrá menos rigor para Sodoma que para aquella
ciudad».
«Rogad (...) al dueño de la mies que
envíe obreros a su mies»
Comentario: Rev. D. Ignasi NAVARRI i Benet (La
Seu d'Urgell, Lleida, España)
Hoy Jesús nos habla de
la misión apostólica. Aunque «designó a otros setenta y dos, y los envió» (Lc
10,1), la proclamación del Evangelio es una tarea «que no podrá ser delegada a
unos pocos “especialistas”» (San Juan Pablo II): todos estamos llamados a esta
tarea y todos nos hemos de sentir responsables de ella. Cada uno desde su lugar
y condición. El día del Bautismo se nos dijo: «Eres Sacerdote, Profeta y Rey
para la vida eterna». Hoy, más que nunca, nuestro mundo necesita del testimonio
de los seguidores de Cristo.
«La mies es mucha, y
los obreros pocos» (Lc 10,2): es interesante este sentido positivo de la
misión, pues el texto no dice «hay mucho que sembrar y pocos obreros». Quizá
hoy debiéramos hablar en estos términos, dado el gran desconocimiento de
Jesucristo y de su Iglesia en nuestra sociedad. Una mirada esperanzada de la
misión engendra optimismo e ilusión. No nos dejemos abatir por el pesimismo y
por la desesperanza.
De entrada, la misión
que nos espera es, a la vez, apasionante y difícil. El anuncio de la Verdad y
de la Vida, nuestra misión, no puede ni ha de pretender forzar la adhesión,
sino suscitar una libre adhesión. Las ideas se proponen, no se imponen, nos
recuerda el Papa.
«No llevéis bolsa, ni
alforja, ni sandalias...» (Lc 10,4): la única fuerza del misionero ha de ser
Cristo. Y, para que Él llene toda su vida, es necesario que el evangelizador se
vacíe totalmente de aquello que no es Cristo. La pobreza evangélica es el gran
requisito y, a la vez, el testimonio más creíble que el apóstol puede dar,
aparte de que sólo este desprendimiento nos puede hacer libres.
El misionero anuncia
la paz. Es portador de paz porque lleva a Cristo, el “Príncipe de la Paz”. Por
esto, «en la casa en que entréis, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si
hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a
vosotros» (Lc 10,5-6). Nuestro mundo, nuestras familias, nuestro yo personal,
tienen necesidad de Paz. Nuestra misión es urgente y apasionante.
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