Texto del Evangelio (Lc 12,13-21): En aquel tiempo, uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi
hermano que reparta la herencia conmigo». Él le respondió: «¡Hombre! ¿Quién me
ha constituido juez o repartidor entre vosotros?». Y les dijo: «Mirad y
guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está
asegurada por sus bienes».
Les dijo una parábola: «Los campos de cierto hombre
rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: ‘¿Qué haré, pues no
tengo donde reunir mi cosecha?’. Y dijo: ‘Voy a hacer esto: Voy a demoler mis
graneros, y edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis
bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos
años. Descansa, come, bebe, banquetea’. Pero Dios le dijo: ‘¡Necio! Esta misma
noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’. Así
es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios».
«La vida de uno no está asegurada por
sus bienes»
Comentario: Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Santa
María de Poblet, Tarragona, España
Hoy, el Evangelio, si
no nos tapamos los oídos y no cerramos los ojos, causará en nosotros una gran conmoción
por su claridad: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la
abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes» (Lc 12,15). ¿Qué
es lo que asegura la vida del hombre?
Sabemos muy bien en
qué está asegurada la vida de Jesús, porque Él mismo nos lo ha dicho: «El Padre
tiene el poder de dar la vida, y ha dado al Hijo ese mismo poder» (Jn 5,26).
Sabemos que la vida de Jesús no solamente procede del Padre, sino que consiste en
hacer su voluntad, ya que éste es su alimento, y la voluntad del Padre equivale
a realizar su gran obra de salvación entre los hombres, dando la vida por sus
amigos, signo del más excelso amor. La vida de Jesús es, pues, una vida
recibida totalmente del Padre y entregada totalmente al mismo Padre y, por amor
al Padre, a los hombres. La vida humana, ¿podrá ser entonces suficiente en sí
misma? ¿Podrá negarse que nuestra vida es un don, que la hemos recibido y que,
solamente por eso, ya debemos dar gracias? «Que nadie crea que es dueño de su
propia vida» (San Jerónimo).
Siguiendo esta lógica,
sólo falta preguntarnos: ¿Qué sentido puede tener nuestra vida si se encierra
en sí misma, si halla su agrado al decirse: «Alma, tienes muchos bienes en
reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea» (Lc 12,19)? Si la
vida de Jesús es un don recibido y entregado siempre en el amor, nuestra vida
—que no podemos negar haber recibido— debe convertirse, siguiendo a la de
Jesús, en una donación total a Dios y a los hermanos, porque «quien vive
preocupado por su vida, la perderá» (Jn 12,25).
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