Texto del Evangelio (Lc 9,57-62): En aquel tiempo, mientras iban caminando, uno le dijo: «Te seguiré
adondequiera que vayas». Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves
del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A
otro dijo: «Sígueme». El respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre».
Le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar
el Reino de Dios». También otro le dijo: «Te seguiré, Señor; pero déjame antes
despedirme de los de mi casa». Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el
arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios».
«Sígueme»
Comentario: Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de
Sta. Mª de Poblet (Tarragona, España)
Hoy, el Evangelio nos
invita a reflexionar, con mucha claridad y no menor insistencia, sobre un punto
central de nuestra fe: el seguimiento radical de Jesús. «Te seguiré
adondequiera que vayas» (Lc 9,57). ¡Con qué simplicidad de expresión se puede
proponer algo capaz de cambiar totalmente la vida de una persona!: «Sígueme»
(Lc 9,59). Palabras del Señor que no admiten excusas, retrasos, condiciones, ni
traiciones...
La vida cristiana es
este seguimiento radical de Jesús. Radical, no sólo porque toda su duración
quiere estar bajo la guía del Evangelio (porque comprende, pues, todo el tiempo
de nuestra vida), sino -sobre todo- porque todos sus aspectos -desde los más
extraordinarios hasta los más ordinarios- quieren ser y han de ser manifestación
del Espíritu de Jesucristo que nos anima. En efecto, desde el Bautismo, la
nuestra ya no es la vida de una persona cualquiera: ¡llevamos la vida de Cristo
inserta en nosotros! Por el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, ya
no somos nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros.
Así es la vida cristiana, porque es vida llena de Cristo, porque rezuma Cristo
desde sus más profundas raíces: es ésta la vida que estamos llamados a vivir.
El Señor, cuando vino
al mundo, aunque «todo el género humano tenía su lugar, Él no lo tuvo: no
encontró lugar entre los hombres (...), sino en un pesebre, entre el ganado y
los animales, y entre las personas más simples e inocentes. Por esto dice: ‘Las
zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no
tiene donde reclinar la cabeza’» (San Jerónimo). El Señor encontrará lugar
entre nosotros si, como Juan el Bautista, dejamos que Él crezca y nosotros
menguamos, es decir, si dejamos crecer a Aquel que ya vive en nosotros siendo
dúctiles y dóciles a su Espíritu, la fuente de toda humildad e inocencia.
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