“Cómo me gustaría volver a ser niño”, a menudo
escuchamos frases como esta u otras perecidas, que ponen al descubierto la
nostalgia por revivir aquellos días gloriosos de infancia que los adultos hemos
dejado atrás.
¿Pero qué tienen los niños cuyo estilo de vida es
tan codiciado? ¿Por qué muchas personas nos extrañamos a nosotros mismos en esa
etapa? ¿Qué hace que un gran número de adultos recurran a sus recuerdos
infantiles cuando se les pregunta en qué etapa de su vida han sido más
felices?
Quizás tengamos que considerar algunos elementos
comunes que enmarcan la niñez en general: confianza, seguridad, espontaneidad,
dependencia, alegría… Todos ellos factores que poco a poco van desapareciendo o
disminuyendo en la medida que crecemos y vamos adquiriendo nuevas
responsabilidades. Y no es que esté mal, es el camino obligado, hasta cierto
punto. Pero en algún momento de nuestra vida nos volvemos tan dependientes de
nuestras propias fuerzas y decisiones, que olvidamos que siempre seremos
dependientes de Alguien, Aquel sin cuya voluntad nada sucedería, ni siquiera
nuestra propia vida: Dios el creador de todo.
El que nos ha llamado a la vida y nos ha dado las
capacidades para realizarnos como personas y perfeccionar el mundo, se ha manifestado
como nuestro Padre. Esto nos sitúa en la condición de hijos. Y un hijo se sabe
amado, protegido, seguro, confiado…, cuando sabe que lo asiste su Padre; que
puede contar con Él en todo; que sin importar las veces que no acierte en sus
decisiones estará respaldado por el amor incondicional de quien le dio la vida.
Este es nuestro Padre Dios.
Cuando volvemos a descubrir que Dios es nuestro
Padre -quizás en algún momento de nuestra infancia lo supimos, pero no como lo
comprendíamos como ahora-, con todo lo que esto conlleva, entonces reaparece en
nosotros aquella alegría, espontaneidad y confianza que experimentamos cuando
éramos niños, pero ahora con otras expresiones y manifestaciones. Obviamente
nuestras funciones ahora son distintas, nuestro estilo de vida es el de un
adulto, pero podemos vivir la infancia espiritual, aquella por la cual muchos
hermanos nuestros se han santificado y han alcanzado la gloria.
Un ejemplo elocuente de infancia espiritual, tal
vez el más destacado, es del de Teresa de Lisieux o santa Teresita del Niño
Jesús (1873-1897). Su vida y obras merecen estudio aparte. Baste decir aquí,
que la infancia espiritualidad es el “sello” que marcó su vida, su itinerario
de santificación, así lo deja ver su nombre de profesión religiosa “del niño
Jesús”.
Y si queremos entender, concretamente, en qué
consiste la infancia espiritual, la santa de Lisieux nos dirá que se trata de
permanecer como niños delante de Dios, es decir “reconocer su nada, esperarlo
todo del buen Dios, como un niño pequeño lo espera todo de su padre, es no
inquietarse de nada, no buscar fortuna”. En otro momento dirá: “Ser pequeño, es
también no atribuirse a sí mismo las virtudes que uno practica, creyéndose
capaz de alguna cosa, antes bien reconocer que el buen Dios pone este tesoro de
la virtud en la mano de su pequeño hijo para que se sirva de él cuando lo
necesite; pero siempre es el tesoro del buen Dios”.
Ciertamente, las palabras de santa Teresita,
encuentran poca acogida en una época como la nuestra, en que la sociedad se
rige por la competencia, el poder, el dinero, la fama y toda clase de
seguridades materiales. Sin embargo, solamente apoyados en la confianza de
hijos pequeños de Dios, abandonándonos en Él, podremos recuperar la alegría tan
añorada de nuestros días de infancia. De hecho, gran parte de nuestra felicidad
se basaba en que éramos dependientes de nuestros padres o de los adultos
responsables de nosotros. Pues bien, volver a ser niños delante de Dios, no es
otra cosa que volver a confiar en nuestro padre Dios y sabernos dependientes
Él. Después de todo, Jesús nos lo advierte como un requisito para entrar al
Reino de los cielos:
Les aseguro que si ustedes no cambian o no se hacen
como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Por lo tanto, el que se
haga pequeño como este niño, será el más grande en el Reino de los Cielos (Mt
18,3-4). CN
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