Este problema no era nuevo, sino que surgía con cada persecución; a mediados del siglo III, en el contexto de la persecución de Decio, quien representaba las posiciones rigoristas era, entre otros, Novaciano, gran intelectual, cuyos escritos eran muy apreciados, y que se había escrito con san Cipriano de Cartago de modo que parecía que tenían posiciones en común en torno a los lapsi. El Martirologio Romano resume la delicada situación de la Iglesia de Roma: el papa san Fabián había sido martirizado, la sede estuvo vacante por cerca de un año, ya que aun no había sido elegido el papa san Cornelio; en ese interregno los rigoristas cobraron fuerza; pero san Moisés cayó en la cuenta de los peligros del rigorismo de Novaciano y consiguió que su grupo rompiese con él. Moisés estaba preso, pero, apoyado por Cipriano de Cartago, y a la vez apoyando él mismo la lucha que Cipriano llevaba en su propia sede, se opuso a la solución rigorista. El problema no era menor, se jugaba toda una interpretación de la universalidad y la profundidad de la redención realizada por Cristo, y triunfó el espíritu de misericordia y de acogimiento del miembro débil.
En el año 251, tras once meses y once días de prisión, Moisés recibió el martirio: «Fue coronado, finalmente, con un martirio glorioso y admirable», dice el elogio, tomando la frase de una carta de san Cornelio que reproduce Eusebio de Cesarea. Triunfó en la última batalla, de cara al mundo, luego de haber triunfado en la batalla que se libraba internamente en la Iglesia; en la misma carta Cipriano dice que Novaciano «quedó sólo y desnudo», ya que los hermanos que lo habían apoyado estaban volviendo al seno de la verdadera fe. La misma lucha entre las ciertas formas de entender la pureza de la fe y el acogimiento del hermano débil se libró en otros momentos de la historia, y se libra hoy.
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