Cuando uno entra en la aventura de seguir a
Dios y se decide hacer alguna obra apostólica por Él, enseguida vienen como un
relámpago las inquietudes, las dudas, y, lo peor de todo, un sentimiento
demoledor de indignidad. ¡Y cuánto más cuando Dios no nos pide niñerías o
trivialidades! ¡Deposita sobre nuestros hombros la salvación del mundo o,
cuando menos, de una persona! ¿Seré capaz de hacerlo?, ¿Cómo yo? si soy tan
pecador…, ‘Nunca podré hacerlo’, son los pensamientos más comunes.
El miedo es algo muy natural y
sería de locos querer erradicarlo por completo. Y al querer forzar la
naturaleza, sólo se logra carecer de naturalidad. Además, Dios nos quiere
hombres completos, con defectos y todo. Pues bien, quisiera dar algunos
consejos que me han ayudado en mi vida. Estos tips no eliminarán el miedo que
nos ataca constantemente, sino que lo convertirán en nuestra mejor arma para
dejar actuar a Dios.
Tu debilidad es tu fuerza:
“Porque cuando soy débil, entonces es cuando soy
fuerte” (2 Cor 12,10). Normalmente
consideramos nuestra debilidad como algo malo. Como si fuera una malformación
del alma que debemos extirpar. En cambio ¡Qué distinto piensa Dios! Él no
quiere que seamos superhéroes que alcanzan todo lo que desean con el chasquear
de sus dedos. Él sabe que si fuera así, no tendríamos necesidad de él. Dios nos
sobraría. Nuestras limitaciones, nuestra pobreza no son un obstáculo. Son una
bendición. Pues es sólo en ellas cuando vemos manifiestamente la fuerza de
Dios. A lo único que le debemos tener miedo es a la auto-suficiencia, a creer
que todo lo conseguiremos con nuestras propias fuerzas. Dios quiere que le
presentemos nuestra nada, y de esa nada fluirá el agua fresca de la gracia. Se
realizará lo que Bernanos llamaba “el milagro de las manos vacías”. No tengamos
miedo de ser pobres, de no tener un alma llena con condecoraciones de
conquistas y logros, pues “de los pobres es el reino de los cielos”.
Confía: Dios está contigo:
“Estaré con ustedes todos los días hasta el fin del
mundo”. (Mateo 28, 20). Muchas veces
nos olvidamos que los frutos del apostolado no dependen de nosotros. Es Dios el
que lleva a término su obra. Es él quien nos sostiene, nos invita y nos lleva
de la mano. A nosotros lo que nos queda es confiar. Dios es un Padre
amoroso que sólo busca nuestro bien. Él sólo espera a que nos animemos, a que
demos el paso y nos lancemos con la certeza de que él nos recibirá allá
abajo. Lo mejor de todo es
que nunca nos abandona. Basta con ver el ejemplo de tantos santos que confiaron
y efectuaron grandes obras: San Juan Bosco, Santa Teresa de Calcuta, San
Juan Pablo II. Seamos sinceros: si a veces ‘fracasamos’ en el apostolado, la
causa no está en nuestra negligencia (en la mayoría de los casos) sino en
nuestra falta de confianza.
No lo olvides nunca: vales más de lo que tú piensas.
En el Génesis leemos que, al final de la creación,
“vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Génesis 1,31). Dios no se equivoca en todo cuanto hace. Y tú no
eres la excepción. Él te ha creado con una infinidad de valores, dones y
cualidades. Eres único en este mundo y es esa singularidad la que estás llamado
a aportar. Es verdad que también tenemos defectos y limitaciones. Nunca hay que
hacer las paces con nuestras caídas, pues Dios siempre bendice nuestros
esfuerzos. Pero no podemos permitir que sean ellos los que tiranicen nuestra
alma y la paralicen. Nuestra única
desgracia no consiste en ser despreciados, sino, tan sólo, en despreciarnos a
nosotros mismos. Todos tenemos en nuestro interior una mina fertilísima
esperando que sea explotada. Lo malo es que nunca nos atrevemos a bajar para
trabajarla. Nos sucede como el jornalero de la parábola, que entierra su
talento. No confiaba en sí mismo. Ni en su señor. Y ya sabemos el final de la
parábola. De la parálisis causada por el miedo no sale nada. La desconfianza en
nosotros mismos hiere profundamente el corazón del Padre. Es una desconfianza a
su amor, poder y gracia. Hemos salido de sus manos. Demostremos lo que Él vale.
Todos estos consejos se aprenden poco a poco. Parecen
fáciles, incluso aliviadores, pero en la práctica son muy difíciles de seguir a
causa de nuestra soberbia escondida (pero activa) que pretende dominarlo todo.
Incluso el desprecio puede ser también hija de la soberbia.
Santa Teresita decía que hay
que aprender el arduo arte de amar nuestra pequeñez. Su caminito de vida
espiritual se ha convertido en un faro de luz en la santidad de muchísimas
personas. Estos consejos nacen de su poderosa espiritualidad. Ella
nos ha enseñado que la santidad no está en la derrota de nuestros defectos, en
alcanzar la indefectibilidad de nuestra pequeña alma. Como si fuera un ‘boy
scout’ que se esmera en conseguir todas las medallas.
La santidad es amar a Dios
con todas nuestras fuerzas. Amarlo como ama un niño a
su padre. Debemos luchar contra todo aquello que reduce en nosotros el amor a
Dios. Por eso debemos luchar contra el pecado. Pero sólo será en nuestras
limitaciones donde brillará con toda su fuerza la misericordia de Dios que ama
a su niño no por lo que hace, sino por lo que es. Al fin y al cabo, Dios a través de Cristo, se nos reveló como un
Padre y ¿qué padre hay en el mundo que no ame a su hijo cuando lo estrecha
entre sus brazos? HRA
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