El párroco había notado una concentración un poco especial en Miguel. Lo
agradeció mucho, pues el muchacho, con sus 13 años y un cuerpo en pleno
desarrollo, solía crear muchos problemas durante las catequesis. Durante la
explicación de la parábola del sembrador no dejaba de mirar al sacerdote como
quien está sumido en una reflexión profunda.
Al final, el sacerdote no pudo vencer su curiosidad. Se acercó a Miguel
y le preguntó: ¿cómo es que hoy estuviste tan
atento? Miguel parecía no querer desvelar lo que llevaba en
su corazón. Murmuró unas palabras ininteligibles. La mirada del sacerdote
reflejaba paciencia y comprensión, y entonces Miguel empezó a hablar con
claridad.
Padre, es una parábola muy bonita. Hay tierras buenas y tierras malas.
Yo he nacido y vivo en una tierra mala. Mi padre es borracho, y hace años que
no hace nada por la familia. Mi madre apenas soporta a los tres hijos que
vivimos en casa. Siempre se queja, nos golpea, nos deja solos, se va a hacer
sus cosas. Entre nosotros nadie piensa en rezar o en vivir según el evangelio.
Si le dijese lo que hago con mis amigos, lo que veo en la televisión, lo que
imagino cuando me tumbo en la cama... Tenemos
mala tierra, padre, y en mala tierra la semilla no puede hacer nada.
La franqueza del chico penetró a fondo en el alma del sacerdote. Durante
aquel día le dio vueltas al problema. ¿Qué se puede hacer para preparar tierras
tan difíciles? ¿Cómo lograr que la semilla cambie un terreno árido, pedregoso,
lleno de zarzas, duro y reacio a cualquier intento de la gracia? La pregunta se convirtió en otra: ¿es culpable Miguel
de su dureza? ¿No será, más bien, víctima de una situación familiar y social
gravemente injusta?
De repente, como una luz superior, se dijo a sí mismo: Pero, ¡qué tonto eres! ¿Por qué no hablas de esto con Jesús? Fue a
la capilla y empezó una oración sencilla. Señor, aquí me tienes. Me llamaste a trabajar en una viña
difícil, en un campo duro, en una sociedad descristianizada. Muchas familias
están rotas, muchos padres no enseñan la fe y la moral
cristiana a sus hijos, muchos niños y adolescentes siguen sus instintos sin
ningún freno. ¿Cómo podemos, Señor, preparar la tierra? ¿No es inútil la
catequesis cuando una vida está tan llena de miserias, cuando tanto mal ha
carcomido la conciencia, si es que alguna vez alguien dijo a este muchacho cuál
es la diferencia entre el bien y el mal?
El silencio de Jesús Eucaristía era intenso. Una voz interior, sin
embargo, se iba haciendo espacio en aquel sacerdote tan deseoso de llevar algo
de Dios a sus muchachos.
Tienes razón: no es fácil tirar semillas en tierras difíciles, ni
enseñar la fe a quien no está en condiciones de aceptarla. La semilla sólo
actúa en tierra buena, pero hace falta preparar el terreno, abrir surcos, regar
el suelo, abonar campos aparentemente infecundos. Ese es el trabajo que te toca
a ti, con tu oración, con tu paciencia, con tu sonrisa, con tus luchas, con tu
cansancio de cada día.
No siento indiferencia por el alma enferma. No puedo mirar sin cariño a
tantos adolescentes hundidos en el mundo de la droga, del alcohol, del sexo, de
la vida sin sentido. No puedo olvidar que también son hijos, débiles, heridos,
necesitados de un amor inmenso, de una paciencia infinita, de una misericordia
capaz de devolverles la limpieza.
Tú puedes reflejar algo de mi amor. Tú eres, como sacerdote, un enviado
especial (humano y débil) de mi cruz y de mi victoria en la Pascua. Tú, sin
saberlo, has llegado un poco al corazón de Miguel, simplemente por el hecho del
saludo, de la pregunta, del afecto.
Del resto, no te preocupes. Habrá alguno que siga en su dureza, que diga
«no» a las llamadas de mi Padre. Déjame el juicio a mí. Los misterios de cada
corazón no se vislumbran con miradas humanas. Tú sigue con la mano en el arado.
Arroja con confianza, todos los días, la semilla buena, viva, fuerte,
transformante. Riégala con tu oración y tu esperanza. Ama, y el resto lo hará
mi Palabra. FP
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