Hace muchos años, siendo aún muchacho, acudí al sepelio de
Miss Lolita, maestra, profesora y casi madre de más de veinte generaciones en
la escuela que me vio crecer. Apenas si conocía a Miss Lolita, pero mi madre me
envió al cementerio agregando esta recomendación: “Ella fue la maestra de tus
hermanos. Ellos tienen una deuda con ella que no pueden ahora cumplir. Ve tú en
su lugar”. El entierro fue sencillo y solitario. Una veintena de personas entre
todos acompañaban el ataúd a su descanso. ¡Cuantos alumnos por sus aulas, cuán
sola hoy estaba! ¡Cuánto dio y cuán poco recibió! ¡Cosas de la vida y, a veces,
cosas de los hombres! Ella fue una de esas mujeres que sin formar su propio
hogar, fue cariñosa compañía y guía paciente de muchos niños y jóvenes
necesitados de ayuda y dirección.
Hoy por el mundo se ha desparramado un pequeño ejército de
hombres que llevan impreso en el corazón y en el alma, sin quizá ellos saberlo,
el amor y cariño de Miss Lolita. Porque el profesor tiene en su palabra el
secreto de la vida: haciendo nacer la verdad en el pecho del alumno, ha
encendido un fuego que incendia el mundo. El profesor tiene la llave de la
existencia, pero él mismo se queda en la penumbra. Es como esas lámparas de los
escenarios que permaneciendo ellas mismas escondidas, derraman su luz dando a
los personajes forma y color.
El ser profesor es mucho más que una tarea u oficio. Es la
vocación que modela la fisonomía humana y espiritual de los educandos. Un
profesor es un guía de alta montaña: indica, acompasa el paso, orienta la
mirada, despierta la iniciativa, encauza la pasión. No se equivocaba Ward
cuando afirmó:
El profesor mediocre, dice. El buen profesor, explica. El profesor superior, demuestra. El gran profesor, inspira.
Inspirar es hacer nacer en el pecho del alumno un ideal, es
poner en marcha su voluntad sin avasallar su libertad, es despertar en él la
fuerza de la pasión bajo el dictado de la razón. Recuerdo el caso de la
expedición chilena que conquistó el Everest en 1992. En ella iba un hombre,
guía alpinista de varias generaciones, había intentado en distintas ocasiones
la ascensión de la gran montaña, pero sin éxito, contaba ya cerca de los 60
años. En la expedición iba también su alumno más aventajado quien era, además,
el jefe del grupo. Las cosas de la vida determinaron que el maestro se quedara
en el campamento base como apoyo, mientras el alumno conquistaba la cumbre.
Desde abajo, por medio de la radio, con la voz entrecortada por la emoción, el
maestro alentaba, aconsejaba, daba fuerza... inspiraba. Él, maestro de
alpinismo, después de una vida de ascensiones permanecía en el campamento base;
su alumno, heredero de mil lecciones, se encaramaba en el techo del mundo.
Ser profesor es, pues, mucho más que enseñar, es despertar el
alma, es ser cooperador de la verdad, es hacer que el otro sea plenamente
aquello que Dios ha querido de él, es darle los medios para que camine por los
vericuetos de la vida. Es necesario que en nuestro México, en el que gracias a
Dios hay miles de grandes profesores, se valore más y mejor esta profesión. El
futuro de la sociedad y de la familia se gesta en las aulas escolares.
Pero no es fácil ser profesor. Supone dar tanta luz que se
pierde el contorno de la propia estrella. El buen profesor nutre sus lecciones
con el sacrificio personal, con largas horas pasadas en el rincón del hogar
preparando clases, corrigiendo apuntes, actualizando estudios. Son muchas las
satisfacciones naturales que se niega a sí mismo en el cumplimiento de su
tarea, pero precisamente esto lo hace más fuerte y desinteresado en su
capacidad de acogida de sus alumnos. Él no sabe llamar la atención sin antes
despertar en su propio corazón un gran respeto y aprecio por el formando, ‘porque
sólo el que ama tiene derecho a corregir’. Sabe ser fuerte en el fondo de su
exigencia, pero suave y amable en la forma. El verdadero profesor, artista del
alma, es un personaje extraordinario de nuestra sociedad. Mucho se le debe y
mucho debería él mismo valorar su propia tarea educadora.
No es poco el dominio y la infinita paciencia que se requiere
de él. Un gran poeta, León Felipe, lo expresó de forma muy bella: “Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo. Porque no es lo que importa llegar
solo, ni pronto, sino con todos y a
tiempo”.
El aula de clase es un gimnasio de caridad y de entrega
personal, como bien lo demostró Cantinflas en aquella obra genial del ‘Profe’.
Hay que saber callar, tragar muchas cosas, ahogar una palabra indiscreta y,
sobre todo, saber esperar el momento oportuno para mover el alma hacia lo
mejor. En cierto modo, hacerla resucitar. El profesor aprende de sus alumnos
cuando los trata como personas y quiere encender en ellos la iniciativa
personal. Se maravilla de sus logros, los aprecia, los ama y se entusiasma con
sus triunfos. Los triunfos del educando son la corona del educador. Y su mayor
ilusión ver que ellos caminan por la recta senda, y que incluso superan al
maestro.
Un gran profesor y literato mexicano, Octavio Paz. Hombre
inquieto y pensador insigne. Escritor, editor, amigo, fundador de instituciones
y revistas, guía intelectual compuso un verso en el lejano 1974: “Soy un hombre de breve duración, y es inmensa la noche. Pero miro hacia lo alto: las
estrellas escriben. Sin entender,
comprendo: soy también escritura y en este mismo instante alguien me deletrea”.
Sí, el profesor y maestro ‘entiende y comprende’, él también
es escritura de Alguien que le deletrea. OOdeM
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