Se pueden tener grandes propósitos para alcanzar una virtud,
iniciar el camino correcto o realizar actos concretos que disponen para ella.
Sin la constancia, todo quedará en un manojo de buenas intenciones, excelentes
intuiciones y un puñado de frutos verdes e inmaduros arrancados por el viento.
La constancia es la firmeza y la perseverancia del ánimo. En
palabras muy elegantes del poeta y literato italiano, Arturo Graf, “la virtud
por la cual todas las otras virtudes dan su fruto”.
Los hombres estamos llamados a ser la tierra buena donde la
semilla de la voz de Dios y las virtudes puedan crecer y dar fruto con
perseverancia (cf. Lc 8,15). Por ello
es bueno tener a la mano algunos elementos que pueden ayudar para formar esta
virtud.
Tener un fin concreto y una motivación profunda. En los actos
que realizamos, el fin es lo primero que pone en movimiento al hombre aunque
sea lo último que consiga. ¿Por qué quiero conquistar esta virtud? Habrá muchas
motivaciones muy válidas en el plano humano, pero a fin de cuentas, en el plano
sobrenatural, buscamos agradar a Dios. Él a su vez, como nos dice san Pablo, a
los que con perseverancia en el bien busquen gloria, honor e inmortalidad, les
dará la vida eterna (cf. Rm 2,5-8).
Para actualizar este fin y motivación puede valerse de un
lema o una frase que le ayude a recordar la virtud que desea alcanzar. Allí
entra nuestra amiga la constancia. Grandes hombres y mujeres en la historia se
han ayudado de este medio y han escrito lemas como: “obediencia y paz”, “en Ti
confío”, “cooperador de la verdad”, “en todo amar y servir”, “dar siempre con
alegría”, etc.
Otro aspecto que puede servir es ‘dejar constancia’ de la
virtud que buscamos, hacer un pequeño programa para dicha virtud. No hay que
tener miedo de escribirla en un papel, en la agenda y, sobre todo, en el
corazón. Una sola virtud, aunque en realidad conseguiremos dos, la virtud
propuesta y la virtud de la constancia. Tomás de Kempis, en La Imitación de
Cristo, dice que “si cada año desarraigásemos un vicio, presto seríamos
perfectos” (Libro I, IX, 3). Así que
una virtud al año, a nadie le hace daño.
Es muy provechoso repasar constantemente al final del día
cómo se ha vivido la virtud propuesta. Se puede sencillamente llevar en una
hoja un control gráfico del progreso. Esta se puede colocar debajo de la
almohada. Así, en la noche no se olvida. Santa Faustina Kowalska, en su Diario,
apuntaba las victorias y derrotas que tenía para conseguir la virtud del
silencio interior. Tenía una pequeña tabla: hoy “x” victorias y “z” derrotas.
Al número de victorias siempre se puede añadir una “extra” por la constancia.
La perseverancia es la clave del éxito.
Toda virtud nos ayuda a imitar mejor a Cristo, modelo de
todas las virtudes. Él nos mostró constantemente su amor, desde su nacimiento
hasta la muerte en la cruz. En la propia vida, el discípulo tiene que sembrar
las buenas disposiciones, regarlas con constancia y confiar en Dios, quien
realizará el crecimiento de la virtud.
El hombre de Dios, san Bernardo de Claraval, que era tenaz y
perseverante, resumía así su experiencia: “poco aprovechará un hombre que
siguiera a Cristo, si al final de su vida no consigue alcanzarle”. LL
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