Varios meses de sequía. Una oración intensa para que llueva. Procesiones,
rosarios, misas. La mirada al
cielo. Nada. Ni siquiera una nube que anime los corazones.
Una enfermedad imprevista. La madre llora, suplica, va de un hospital a
otro. Anhela encontrar una puerta hacia la curación, un médico que dé
confianza. Reza y reza. Silencio.
La ruina de la propia patria. Un gobierno pésimo, un pueblo dividido,
grupos políticos que promueven odio y sangre. Oraciones por la paz, la
concordia, la justicia. Un día trágico explota la guerra civil que tantos
temían.
A veces parece que quisiéramos controlar a Dios. Si
es Bueno, si busca ayudar a sus hijos, si tantas veces ha intervenido en la
historia humana, ¿por qué no esperar que repita ahora un milagro?
La respuesta, sin embargo, no llega. Hacemos
nuestra la oración de Sión: “Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado” (Is 49,14). O la que leemos en el
Sirácide: “Renueva las señales, repite tus maravillas, glorifica tu mano y tu
brazo derecho” (Si 36,5).
Su consuelo no llega, aunque leemos en la Escritura: “¿Acaso olvida una
mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues
aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis
manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente” (Is 49,15 16).
Pero el silencio nos abruma. La lluvia no llega. El hijo empeora. La guerra
civil destruye miles de familias. ¿Por qué ese extraño silencio? El alma, inquieta, grita a Dios:
“¿Hasta cuándo, Yahveh, me olvidarás? ¿Por siempre? ¿Hasta cuándo me ocultarás
tu rostro?” (Sal 13,2).
Es cierto: no podemos controlar tus designios,
como Tú tampoco puedes suprimir la libertad de quienes provocan tantas lágrimas. Solo nos queda mirar a Cristo crucificado: también Él tuvo que pasar por
un cáliz amargo, por una pena que deseaba evitar.
Cuando llegue el día de la Pascua de cada uno comprenderemos. Ahora nos queda abandonarnos entre tus manos
y confiar. Lo que Tú decidas es parte de un plan misterioso. No
podemos controlarlo, pero sí podemos vivirlo como el Hijo: “Padre, en tus manos
pongo mi espíritu” (Lc 23,46).
Hágase, Señor, tu voluntad... FP
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