Vivimos de estereotipos. México es el cactus, el tequila y el
sombrerote. China es lo lejano, lo indescifrable. España es el chorizo, el sol
y los toros. Alemania es la cuadrícula, la búsqueda de la perfección
aritmética...
La Iglesia Católica, para muchos, es una extraña institución
que se atreve a contradecir gigantescas opiniones públicas, a desdeñar leyes
diseñadas por pueblos de primer mundo ejemplarmente democráticos. Una
organización regida totalitariamente por un anciano vestido de blanco,
anticuado, conservador, aferrado al pasado...
Ir más allá del prejuicio y del estereotipo es un deporte
intelectual muy sano. Requiere su esfuerzo. Hay que ir más allá de las
apariencias externas. Significa detenerse, ver, observar, escuchar,
profundizar, abrirse... antes que etiquetar con prisas una realidad. Implica
acercarse y asomarse al corazón que late escondido ahí dentro... Se puede ser
radicalmente distinto, se puede aborrecer tal realidad, pero ponerse en zapato
ajeno nunca hará daño a nadie.
Para la Iglesia hay un Dios que existe, creador de todos, que
se hizo hombre para dar su vida en rescate de muchos. Un Cristo que viene a
destruir con amor, con generosidad, con desinterés, el mal más terrible que
aqueja a los hombres, más terrible que el ébola, el cáncer, el ántrax o que el
síndrome de inmunodeficiencia adquirida: el pecado, el egoísmo. Porque el
pecado es el único mal capaz de destruir el alma y el corazón de una persona.
Ningún otro mal lo puede lograr.
Un Cristo que trajo un Evangelio: la Buena Noticia capaz de
transformar a la Humanidad, corazón por corazón. Un Dios que ofrece su amistad
y que es capaz de satisfacer los anhelos más profundos de felicidad que tienen
los seres humanos. Que ofrece el sentido más hondo de la propia vida y que
invita abiertamente a una felicidad eterna que la muerte no puede aniquilar.
Un Dios hecho hombre que revela también la verdad sobre el
hombre. Que sabe lo que hay dentro, muy adentro, del corazón de todo ser
humano. Que está en condiciones de decir al hombre lo que le hace más hombre,
más pleno, más feliz; al mundo, lo que le hace más planeta, más sociedad, más
familia...
Esas profundas convicciones están muy clavadas en el corazón
de la Iglesia y es ahí desde donde busca iluminar. Para ella, su mensaje no es
suyo. Es un mensaje prestado. Un talento depositado en sus manos frágiles y
temblorosas y que se muere por compartir. Un tesoro que va en vasija de barro y
que quema por dentro. Una responsabilidad por hacerlo fructificar, por comunicarlo,
por transmitirlo, por dar gratuitamente lo gratis recibido. La Iglesia cree con
todas sus fuerzas que Alguien le ha encomendado la custodia y salvación de ese
ser tan frágil, tan misterioso, tan imprevisible, tan agónico, tan capaz de lo
peor como capaz de lo mejor. Por ese hermano herido y por ese hermano heridor,
es que la Iglesia levanta su voz lo mismo en la selva que en el desierto. Y
camina, se detiene, se inclina, se descalza, se moja, con tal de rescatar un
alma más...
Son los zapatos de la Iglesia. ¿Te los quieres probar un
minuto solo? AG
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