El hombre contemporáneo se está acostumbrando a
vivir sin profundidad y sin respuesta a la cuestión más vital de su vida: por
qué y para qué vive.
Lo grave es que, cuando la persona pierde toda
referencia a su propia profundidad y al misterio que se encierra en el ser
humano, la vida cae en la trivialidad y la banalización.
Se vive entonces de impresiones, en la superficie
de las cosas y de las personas. Cogidos por lo efímero y transitorio.
Desarrollando sólo la apariencia de la vida. Probablemente, esta banalización de la vida es la
raíz más importante de la increencia de muchos hombres y mujeres.
Cuando el ser humano vive sin interioridad, pierde
el respeto por la vida, por las personas y las cosas. Pero, sobre todo, se
incapacita para “escuchar” el misterio que se encierra en el trasfondo de la
existencia.
El hombre de hoy se resiste a la profundidad. No
está dispuesto a revisar y transformar su vida interior. Pero comienza a
sentirse insatisfecho. Intuye que necesita algo que la vida de cada día no le
proporciona. En esa insatisfacción puede estar el comienzo de su salvación.
El gran teólogo P. Tillich decía que “sólo el
Espíritu nos puede ayudar a descubrir de nuevo el camino de lo profundo. Por el
contrario, pecar contra ese Espíritu Santo sería cargar con nuestro pecado para
siempre”.
El Espíritu puede despertar en nosotros el deseo de
luchar por algo más noble y mejor que lo trivial de cada día. Puede darnos la
audacia necesaria para iniciar un trabajo interior en nosotros.
El Espíritu puede hacer brotar una alegría
diferente en medio de la rutina ordinaria. Puede vivificar nuestra vida
envejecida. Puede encender en nosotros el amor incluso hacia aquellos por los
que no sentimos hoy el menor interés.
El Espíritu es una fuerza que actúa en nosotros y
que no es nuestra. Es el mismo Dios en cuanto que actúa en nosotros inspirando
y transformando nuestras vidas.
Nadie puede decir que no está habitado por ese
Espíritu. Lo importante es no apagarlo, dejarlo crecer, avivar su fuego, hacer
que arda purificando y renovando nuestra vida.
Tal vez, la oración primera del hombre
contemporáneo, consciente de su riesgo de banalización, tenga que ser la del
viejo salmista: “No apartes de mí tu Espíritu”. JAP
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