sábado, 23 de junio de 2018

Contra la banalización

El hombre contemporáneo se está acostumbrando a vivir sin profundidad y sin respuesta a la cuestión más vital de su vida: por qué y para qué vive.
Lo grave es que, cuando la persona pierde toda referencia a su propia profundidad y al misterio que se encierra en el ser humano, la vida cae en la trivialidad y la banalización.
Se vive entonces de impresiones, en la superficie de las cosas y de las personas. Cogidos por lo efímero y transitorio. Desarrollando sólo la apariencia de la vida. Probablemente, esta banalización de la vida es la raíz más importante de la increencia de muchos hombres y mujeres.
Cuando el ser humano vive sin interioridad, pierde el respeto por la vida, por las personas y las cosas. Pero, sobre todo, se incapacita para “escuchar” el misterio que se encierra en el trasfondo de la existencia.
El hombre de hoy se resiste a la profundidad. No está dispuesto a revisar y transformar su vida interior. Pero comienza a sentirse insatisfecho. Intuye que necesita algo que la vida de cada día no le proporciona. En esa insatisfacción puede estar el comienzo de su salvación.
El gran teólogo P. Tillich decía que “sólo el Espíritu nos puede ayudar a descubrir de nuevo el camino de lo profundo. Por el contrario, pecar contra ese Espíritu Santo sería cargar con nuestro pecado para siempre”.
El Espíritu puede despertar en nosotros el deseo de luchar por algo más noble y mejor que lo trivial de cada día. Puede darnos la audacia necesaria para iniciar un trabajo interior en nosotros.
El Espíritu puede hacer brotar una alegría diferente en medio de la rutina ordinaria. Puede vivificar nuestra vida envejecida. Puede encender en nosotros el amor incluso hacia aquellos por los que no sentimos hoy el menor interés.
El Espíritu es una fuerza que actúa en nosotros y que no es nuestra. Es el mismo Dios en cuanto que actúa en nosotros inspirando y transformando nuestras vidas.
Nadie puede decir que no está habitado por ese Espíritu. Lo importante es no apagarlo, dejarlo crecer, avivar su fuego, hacer que arda purificando y renovando nuestra vida.
Tal vez, la oración primera del hombre contemporáneo, consciente de su riesgo de banalización, tenga que ser la del viejo salmista: “No apartes de mí tu Espíritu”. JAP

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