El ser humano
se siente mal ante el misterio de la muerte. Nos da miedo lo desconocido. Nos
aterra despedirnos para siempre de nuestros seres queridos para adentramos, en
la soledad más absoluta, en un mundo inexplorado en el que no sabemos
exactamente qué es lo que nos espera.
Por otra
parte, incluso en estos tiempos de indiferencia e incredulidad, la muerte sigue
envuelta en una atmósfera religiosa. Ante el final se despierta en no pocos el
recuerdo de Dios o las imágenes que cada uno nos hacemos de él. De alguna
manera, la muerte desvela nuestra secreta relación con el Creador, bien sea de
abandono confiado, de inquietud ante el posible encuentro con su misterio o de
rechazo abierto a toda trascendencia.
Es curioso
observar que son bastantes los que asocian la muerte con Dios, como si ésta
fuera algo ideado por él para asustarnos o para hacernos caer un día en sus
manos. Dios sería un personaje siniestro que nos deja en libertad durante unos
años, pero que nos espera al final en la oscuridad de esa muerte tan temida.
Sin embargo,
la tradición bíblica insiste una y otra vez en que Dios no quiere la muerte. El
ser humano, fruto del amor infinito de Dios, no ha sido pensado ni creado para
terminar en la nada. La muerte no puede ser el objetivo o la intención última
del proyecto de Dios sobre el hombre.
Desde las
culturas más primitivas hasta las filosofías más elaboradas sobre la
inmortalidad del alma, la humanidad se ha rebelado siempre contra la muerte. El
hombre sabe que morir es algo natural dentro del proceso biológico del
viviente, pero, al mismo tiempo, intuye más o menos oscuramente que esa muerte
no puede ser su último destino.
La esperanza
en una vida eterna se fue gestando lentamente en la tradición bíblica no por
razones filosóficas o consideraciones sobre la inmortalidad del alma, sino por
la confianza total en la fidelidad de Dios. Si esperamos la vida eterna es sólo
porque Dios es fiel a sí mismo y fiel a su proyecto. Como dijo Jesús en una
frase inolvidable: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él
todos están vivos» (Lucas 20, 38).
Dios quiere la
vida del ser humano. Su proyecto va más allá de la muerte biológica. La fe del
cristiano, iluminada por la resurrección de Cristo, está bien expresada por el
salmista: «No me entregarás a la muerte ni dejarás a tu amigo conocer la
corrupción» (Salmo 16, 10).
La actuación
de Jesús agarrando con su mano a la joven muerta para rescatarla de la muerte
es encarnación y signo visible de la acción de Dios, dispuesto a salvar de la
muerte a todo ser humano. JAP
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