Una señal de
progreso de un pueblo es el esfuerzo por superar las discriminaciones, las
violencias y las injusticias hacia los miembros más débiles de la sociedad.
La historia
nos muestra que tal progreso no ha sido nunca fácil, que se han dado avances y
retrocesos. Millones de seres humanos han sido perseguidos o maltratados de mil
maneras, simplemente por ser diferentes, pero, sobre todo, por tener una
capacidad reducida de defensa, por ser débiles.
La lista del
recuerdo podría ser inmensa. Pensemos en los vencidos después de una batalla:
muchas veces quedaban expuestos a todo tipo de violencia por parte de los
vencedores. O pensemos en las mujeres en tantos pueblos y culturas, tratadas
como ciudadanos de segunda clase, sometidas a infinidad de ultrajes, excluidas
de las grandes decisiones de los pueblos, tratadas a veces como esclavas. O en
muchos niños, golpeados, mutilados, esclavizados, explotados. O en los esclavos
o las personas de una raza o religión diversa, menos “fuerte” que la raza o
religión dominante.
No son cosas
que pertenecen al pasado. También hoy se producen casos de masacres de
prisioneros o enemigos. También hoy algunos hombres golpean y maltratan a las
mujeres. También hoy millones de niños se ven reducidos a condiciones de
esclavitud en lugares donde se fabrican, a muy bajo precio, juguetes, aparatos
electrónicos o tapices. También hoy los miembros de algunas religiones sufren
persecución en diversos países del mundo. Frente a tanta
prepotencia, el esfuerzo por defender a los débiles tiene que mantenerse
siempre alerta. Ha habido conquistas importantes. Se han reconocido en muchos
estados del mundo los derechos de la mujer. Se han establecido normas para
evitar el abuso de los niños y su explotación en las fábricas o en el campo.
Existen convenciones internacionales para defender a los prisioneros de guerra
y condenar el uso de aquellas armas que pongan en grave peligro la vida de los
civiles. El racismo es atacado por grupos que buscan un mundo en el que nadie sea
excluido por el color de su piel, y lo mismo ocurre respecto de la intolerancia
hacia los miembros de algunas religiones.
El esfuerzo
por defender a los débiles debe también encontrar maneras para superar nuevas
injusticias del mundo moderno. Pensemos, por ejemplo, en el aborto. Cada ser
humano hemos vivido una etapa de nuestra existencia como embriones y como
fetos. Era un momento de máxima debilidad, de total abandono en el cariño y en
el cuerpo acogedor de nuestras madres.
Sin embargo,
en muchos países del mundo se ha desarrollado una nueva cultura de la
prepotencia en la que se permite la eliminación de esos individuos no nacidos,
incluso como si se tratase de un “derecho” de la mujer.
No existe
ningún “derecho a la prepotencia”. Si en la antigüedad un general vencedor se
atribuía el “derecho” de violar o no a las mujeres del pueblo derrotado, hoy
sabemos que ninguna situación de “poder” avala la existencia de “derechos” que
no son sino injusticias revestidas de apariencias de legalidad.
Lo mismo vale para
el aborto: el hecho de que existan médicos e instrumentos muy perfeccionados en
el arte de destruir vidas humanas no nacidas, no permite considerar el aborto
como algo aceptable, ni siquiera cuando lo pide una mujer o cuando (cosa que
ocurre no pocas veces) cuando otros “fuertes” presionan a la mujer para que se
libre cuanto antes de un niño que podría exigir la responsabilidad de un padre
muy poco responsable, muy cobarde y, la mayoría de las veces, demasiado
prepotente.
En este campo,
como en tantos otros, podemos romper la mentalidad abortista desde la
perspectiva de la justicia y del progreso. Pensemos, por ejemplo, en las
protestas recientes ante los abortos que buscan eliminar a los fetos femeninos.
¿No es una injusticia contra las mujeres el eliminar, a veces casi de modo
sistemático, al no nacido si se trata de una mujer?
Pero resulta
igualmente extraño empezar a defender a los embriones y fetos femeninos, y no
proteger a los masculinos. Hacer lo primero sin hacer lo segundo sería como
considerar privilegiados a unos fetos (los femeninos), y despreciables o menos
importantes a otros (los masculinos). Es decir, sería como dar mayor fuerza al
derecho a la vida según una discriminación sexual que ningún pueblo
auténticamente justo debería tolerar.
Algunos, sin
embargo, dicen que está mal el aborto en función del sexo del hijo, pero no lo
estaría si simplemente se quiere eliminar al feto sin más (independientemente
de si es de un sexo o de otro). Esto, sin embargo, va también contra el
principio de defensa de los débiles. ¿Es que vale menos una vida humana cuando
no tiene ninguna adjetivación, cuando no sabemos si es sana o enferma, si es
chico o chica, y vale más cuando ya conocemos su sexo u otras características
que pueden interesar a sus padres o a la sociedad?
Esto podemos
aplicarlo a las numerosas enfermedades que se descubren en los embriones y
fetos antes de nacer, gracias al diagnóstico prenatal. ¿Por qué sólo se ofrece
la oportunidad de nacer a los sanos, y se elimina, en un clima de indiferencia
bastante generalizado, a los enfermos? ¿Será que aceptamos el criterio de que
el más fuerte y mejor dotado, el sano, vale más, merece vivir, y el enfermo
vale menos y puede ser destruido, incluso con el apoyo de “leyes” establecidas
por un parlamento?
Nos
horrorizamos cuando se aplican tales discriminaciones para con los adultos.
Pero, ¿es que valen menos los fetos que los adultos? ¿No se trata siempre de
“vidas humanas”? El esfuerzo de miles de voluntarios que trabajan cada día con
los enfermos y los minusválidos nos dice que también el ser humano que sufre
merece nuestro amor y puede darnos mucho más de lo que imaginamos.
La defensa de
los más débiles es una tarea inacabada e inacabable. Cada generación debe
confrontarse con los valores y antivalores de las generaciones precedentes para
encontrar caminos en los que podamos avanzar hacia la defensa de los derechos
de todos, también de los más débiles. También de quien vive en el seno de su
madre o se encuentra indefenso en un laboratorio de fecundación artificial.
Defender esas
vidas débiles, necesitadas de protección, será lo mínimo que podamos hacer para
que el mundo siga adelante en la conquista de los derechos de todos, sin
discriminaciones ni arbitrariedades promovidas por quienes tienen ahora poder, técnica
y dinero. Su prepotencia no es algo eterno: también los poderosos algún día
dependerán completamente de la ayuda de otros. Conviene recordarlo para que
algún día no se conviertan en víctimas de leyes injustas promovidas por ellos
mismos precisamente cuando sentían estar en el ápice de sus energías... Leyes
injustas que, esperamos, encontrarán la heroica oposición de quienes creen en
el amor y la justicia por encima de lo que digan algunas leyes que nunca
deberían haber existido. Leyes que podemos cambiar ahora, con el uso de
aquellos instrumentos de participación desde los que podemos construir un mundo
capaz de acoger a todos, también a los más débiles. FP
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