Al
parecer, su dios era algo que servía para hacerla feliz a ella, y no ella
alguien destinada a servir a Dios. Su dios era bueno en la medida que le
concedía lo que ella deseaba, pero dejaba de ser bueno cuando le hacía marchar
por un camino más costoso o difícil.
Con
la oración, nos dirigimos a Dios y le expresamos nuestras inquietudes y
preocupaciones. Es cierto que con la oración Dios nos concede lo que le
pedimos, pero solo cuando eso que pedimos sea lo que realmente necesitamos. No
tendría sentido que nos concediera cosas que no nos convienen, y el hombre no
siempre acierta a saber qué es realmente mejor para él. La buena oración no es
la que logra que Dios quiera lo que yo quiero, sino la que logra que yo llegue
a querer lo que quiere Dios.
Tratar
a Dios como a un fontanero, del que solo nos acordamos cuando los grifos
marchan mal, denotaría una visión utilitarista de Dios. Amar a Dios porque nos
resulta rentable es confundir a Dios con un buen negocio, una
instrumentalización egoísta de Dios. Un dolor, por grande que sea, puede ser el
momento verdadero en que tenemos que demostrar si amamos a Dios o nos limitamos
a utilizarlo.
Es
verdad que el sufrimiento es a veces difícil de aceptar y de entender. Pero
nuestros sufrimientos -ha escrito la Madre Teresa de Calcuta- son como caricias
bondadosas de Dios, llamándonos para que nos volvamos a Él, y para hacernos
reconocer que no somos nosotros los que controlamos nuestras vidas, sino que es
Dios quien tiene el control, y podemos confiar plenamente en Él.
Son
muchos los males que afligen al mundo y a nuestra propia vida, pero eso no debe
llevarnos al pesimismo, sino a la lucha por la victoria del bien. Y esta lucha
por la victoria del bien en el hombre y en el mundo nos recuerda la necesidad
de rezar. AA
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