La madre, Isabel, había escuchado no
hace mucho la encantadora oración que salió espontáneamente de la boca de su
prima María y que traía resonancias, como un eco lejano, del antiguo Israel.
Zacarías, el padre de la criatura, permanece mudo, aunque por señas quiere
hacerse entender.
Las concisas palabras del Evangelio,
porque es así de escueta la narración del nacimiento después del milagroso
hecho de su concepción en la mayor de las desesperanzas de sus padres, encubren
la realidad que está más llena de colorido en la pequeña aldea de Zacarías e
Isabel; con lógica humana y social comunes se tienen los acontecimientos de una
familia como propios de todas; en la pequeña población las penas y las alegrías
son de todos, los miedos y los triunfos se comparten por igual, tanto como los
temores. Este nacimiento era esperado con angustiosa curiosidad. ¡Tantos años
de espera! Y ahora en la ancianidad... El acontecimiento inusitado cambia la
rutina gris de la gente. Por eso aquel día la noticia voló de boca en boca
entre los paisanos, pasa de los corros a los tajos y hasta al campo se
atrevieron a mandar recados ¡Ya ha nacido el niño y nació bien! ¡Madre e hijo
se encuentran estupendamente, el acontecimiento ha sido todo un éxito!
Y a la casa llegan las felicitaciones
y los parabienes. Primero, los vecinos que no se apartaron ni un minuto del
portal; luego llegan otros y otros más. Por un rato, el tin-tin del herrero ha
dejado de sonar. En la fuente, Betsabé rompió un cántaro, cuando resbaló
emocionada por lo que contaban las comadres. Parece que hasta los perros ladran
con más fuerza y los asnos rebuznan con más gracia. Todo es alegría en la
pequeña aldea.
Llegó el día octavo para la
circuncisión y se le debe poner el nombre por el que se le nombrará para toda
la vida. Un imparcial observador descubre desde fuera que ha habido discusiones
entre los parientes que han llegado desde otros pueblos para la ceremonia;
tuvieron un forcejeo por la cuestión del nombre -el clan manda mucho- y parece que
prevalece la elección del nombre de Zacarías que es el que lleva el padre. Pero
el anciano Zacarías está inquieto y se diría que parece protestar. Cuando llega
el momento decisivo, lo escribe con el punzón en una tablilla y decide que se
llame Juan. No se sabe muy bien lo que ha pasado, pero lo cierto es que todo
cambió. Ahora Zacarías habla, ha recuperado la facultad de expresarse del modo
más natural y anda por ahí bendiciendo al Dios de Israel, a boca llena, porque
se ha dignado visitar y redimir a su pueblo.
Ya no se habla más del niño hasta que
llega la próxima manifestación del Reino en la que interviene. Unos dicen que
tuvo que ser escondido en el desierto para librarlo de una matanza que Herodes
provocó entre los bebés para salvar su reino; otros dijeron que en Qunram se
hizo asceta con los esenios. El oscuro espacio intermedio no dice nada seguro
hasta que «en el desierto vino la palabra de Dios sobre Juan». Se sabe que, a
partir de ahora, comienza a predicar en el Jordán, ejemplarizando y gritando:
¡conversión! Bautiza a quienes le hacen caso y quieren cambiar. Todos dicen que
su energía y fuerza es más que la de un profeta; hasta el mismísimo Herodes a
quien no le importa demasiado Dios se ha dejado impresionar. Y eso que él no es
la Luz, sino sólo su testigo.
“Quien me reconocerá delante a los
hombres, también yo lo reconoceré delante a mi Padre que está en los cielos”. La obra de la redención, el triunfo
del Reino Amor sobre el de las tinieblas se realiza en medio de la pobreza y de
la persecución. Así llevó a cabo su misión el mismo Cristo, así cumplió su
misión también Juan el Bautista. A los ojos del mundo parece un derrotado:
prisionero, aborrecido por los poderosos según el mundo, decapitado, sepultado.
Y sin embargo, es precisamente ahora,
cuando la semilla que cae en tierra y muere, comienza a dar sus frutos. Esta
derrota aparente es tan solo la antesala, el preludio de una victoria
definitiva: la de la Resurrección. Entonces le veremos y ésa será nuestra
gloria y nuestra corona.
Nuestra vida de cristianos, si es un
auténtico seguimiento de Cristo, es una peregrinación “en medio de las
persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”. Sí, llegan los ataques,
las calumnias, las persecuciones... pero ellos son sólo una señal de que
vivimos el amor, animados por el Espíritu Santo.
Pero, si somos de Dios, si Dios nos
ama y somos su pueblo... ¿Qué otra cosa importa? Él nos ama y nos quiere ver
semejantes a su Hijo, como una hostia blanca dorándose bajo el sol. Sólo nos
toca abandonarnos confiadamente entre sus manos, para que así pueda
transformarnos en Cristo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario