Mateo 5, 13-16 Vosotros
sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya
no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros
sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un
monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino
sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille
así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.
Reflexión
Hace apenas dos domingos reflexionábamos en el valor y en el sentido de la luz. Y terminábamos nuestra breve reflexión con la autoproclamación del mismo Jesucristo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12).
Hace apenas dos domingos reflexionábamos en el valor y en el sentido de la luz. Y terminábamos nuestra breve reflexión con la autoproclamación del mismo Jesucristo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12).
Lucas nos cuenta
que, cuando nació Jesús en Belén, se apareció un ejército celestial a un grupo
de pastores para darles la buena nueva y la gloria del Señor los envolvió con
su luz (Lc 2, 9). Y el anciano Simeón, cuando ve entrar a María y a José al
templo para presentar el Niño al Señor, lo toma en brazos y lo llama “luz para
iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 32).
San Juan, por su
parte, nos dice que en Cristo, “estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron” (Jn 1, 4). Y, un poco más adelante: “Él
era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre. Estaba
en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció” (Jn 1, 9-10).
Aparece aquí
nuevamente el tema de la luz y de las tinieblas, del que hablamos hace dos
semanas. San Juan trata repetidamente de esta realidad en su evangelio y en sus
cartas. Efectivamente, Cristo mismo se definió “el Camino, la Verdad y la Vida”
(Jn 14, 6); y afirmó que “el que crea
en Él, no perecerá, sino tendrá la vida eterna... El que cree en Él, no es
juzgado, pero el que no cree en Él ya está juzgado porque no creyó en el nombre
del Unigénito Hijo de Dios. Y el juicio consiste en que vino la luz al mundo, y
los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 16.18-19).
La luz es la fe,
el amor y la vida de cara a la verdad. Las tinieblas son la incredulidad, la
hipocresía, la mentira, el odio, el no abrir el corazón ni aceptar a Cristo. El
mismo Juan resume así todo el objetivo de su evangelio: “Estas cosas (semeia)
fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para
que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn
20, 31). Éste es como el núcleo central y el “leitmotiv” de su mensaje.
Pero no basta
con que Jesús sea la luz del mundo. Él quiere que también nosotros, cada
cristiano, sea también luz del mundo: “Vosotros sois la luz del mundo; vosotros
sois la sal de la tierra” (Mt 5, 13-14).
Y enseguida nos
explica este apoftegma: “Si la sal se desvirtúa, ¿con qué se salará? Para nada
sirve ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres”. Está claro que la sal
es para salar y para dar sazón a la comida. En nuestra sociedad consumista, la
sal es un ingrediente que carece prácticamente de valor porque nos hemos
acostumbrado a tenerla. Y, además, es muy fácil conseguirla y cuesta poco. Pero
si, por enfermedad o por algún otro motivo, nos vemos privados temporalmente de
ella, nos damos cuenta de cuán necesaria es en la vida.
Pero no sólo.
Hoy en día contamos con refrigeradores, neveras y conservantes. En el tiempo de
Jesús nada de esto existía. La sal era usada también para conservar los
alimentos –sobre todo las carnes y el pescado— y era un elemento indispensable para
que no se descompusieran.
Cuando el Señor
nos dice que los cristianos debemos ser sal de la tierra, nos está diciendo que
tenemos que dar sabor y sazón al alimento; pero también que debemos servir como
conservantes para que el mundo no se pudra en su pecado y en sus vicios.
Tenemos que ser como la levadura en la masa, o como el alma en el cuerpo. A
este propósito, existe un bello texto espiritual de la época de los Padres,
llamado “Carta a Diogneto”, que habla sobre la misión de los cristianos en el
mundo. Dice así: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por
el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en
efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan
un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias
al talento y especulación de hombres estudiosos; ni profesan, como otros, una
enseñanza basada en autoridad de hombres.
Viven en
ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte; siguen las costumbres de
los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida; y,
sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos,
increíble.
Habitan en su
propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero
lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos,
pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y
engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa
en común, pero no el lecho.
Viven en la
carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en
el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan esas
leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se les condena sin conocerlos. Se
les da muerte, y con ello reciben la vida.
Son pobres, y
enriquecen a muchos; carecen de todo, pero abundan en todo. Sufren la deshonra,
y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su
justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a
cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y,
al ser castigados con la muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los
judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen; y, sin
embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su
enemistad.
Para decirlo en
pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma en el cuerpo. El
alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros el cuerpo; así
también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del
mundo.
El alma habita
en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo,
pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo
visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es
invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella
agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el
mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos porque se
oponen a sus placeres.
El alma ama al
cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los
cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo;
también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero
ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en
una tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas
corruptibles mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se perfecciona
con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos,
constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el
puesto que Dios les ha asignado del que no les es lícito desertar” (Carta a
Diogneto, cap. 5-6).
Esto significa
ser sal de la tierra. Esto significa ser luz del mundo. Ojalá que cada uno de
los cristianos estemos a la altura de esta noble y excelsa misión para que, con
nuestro testimonio y nuestra vida santa, hagamos que este mundo viva de un modo
más humano y cada día más cerca de Dios. SC
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