Cuando el
primer hombre apareció en la Tierra y empezó a darse cuenta de las cosas,
descubrió que junto a él había hormigas y ranas, alacranes y serpientes,
corderos y caballos, elefantes y ratones.
Como él,
nosotros también sabemos que existen millones de animales que caminan a nuestro
lado, que mueren bajo nuestros zapatos o que pueden eliminarnos con un zarpazo
en el cuello o un poco de veneno clavado por sorpresa en un dedo de la mano...
No todos los
animales nos resultan igualmente simpáticos. Un cachorro de perro que lame la
cara por las mañanas es más agradable que una babosa que ensucia el suelo de la
cocina. Un colibrí que se pasea entre las flores del parque resulta más
atractivo que un buitre que mete una y otra vez su cabeza en el vientre de un
caballo muerto. Un conejo blanco y caliente es más simpático que el gato que a
veces se deja acariciar y otras veces nos enseña sus uñas en señal de pocos
amigos. Los mosquitos no han perdido su mala fama, mientras que las mariposas
monarcas nos fascinan con su belleza y sus viajes desde las lejanas tierras del
Norte...
Por eso no es
fácil pensar en los animales así, sin más. Son muy diferentes unos de otros:
domésticos y salvajes, herbívoros y carnívoros, acuáticos y aéreos, escarabajos
y jilgueros. Algunos viven dentro de casa y otros en tierras lejanas. Hay
animales que todavía no han sido descubiertos, mientras que otros están en
peligro de extinción.
Pero en todo
lo que llevamos dicho hay un elemento común que es sumamente importante a la
hora de hablar de los animales: no podemos pensar en ellos sin tocar nuestros
sentimientos humanos. En otras palabras, hablar de los animales es hacerlo
desde nosotros mismos, desde nuestros gustos y temores, desde nuestras esperanzas
y tristezas, desde nuestro cariño o nuestro odio.
No podemos
dejar de ser “antropocéntricos”: vemos a los animales como si girasen a nuestro
alrededor. Decimos algo de ellos desde nuestra perspectiva. Por más que
queramos, no podremos ver a los animales como ellos se ven a sí mismos y como
ellos nos ven a nosotros: el “error” de perspectiva es inevitable. Somos
hombres y lo vemos y pensamos todo, en cuanto, hombres...
Este fenómeno
no es una limitación sino algo natural. El león valora a los demás animales
según su fuerza y su apetito: aquellos que puede comer, aquellos que no le
llenarán nunca el estómago y aquellos que es mejor tener a distancia. Nosotros,
para el león, somos a veces del primer grupo y a veces del tercero... La
hormiga no puede dejar de verlo todo en función de su hormiguero, ni el
jilguero se sentará un día para pensar en los derechos de los demás pájaros ni
para discutir quiénes son los que cantan mejor que los demás.
Sin embargo,
el hombre muchas veces quiere defender a los animales (al menos a algunos),
evitar que sufran, cuidarles en zoológicos o en casa, en el campo o en la
ciudad. En ocasiones, al caminar, evitamos aplastar a un gusano, o lanzamos
unos cacahuetes a una ardilla que nos mira llena de curiosidad y de hambre.
Junto a la orilla del lago nos gusta tirar comida a las carpas o a los charales
porque sabemos que son peces que recogen todo lo comestible que aparezca ante
sus ojos. Organizamos incluso sociedades en favor de los animales en peligro de
extinción, y no faltará quien nos grite con rabia si hemos arrojado piedras a
un perro sarnoso que se había acercado a nuestra casa.
La grandeza
del hombre está en vivir como el rey de los animales y, a la vez, en
preocuparse por muchos de ellos. En el fondo, nos damos cuenta de que en cada
especie animal se encierra parte de un mosaico que no acabamos de descifrar del
todo. ¿Qué sería el mundo sin monos, delfines y gaviotas? ¿Qué haríamos por las
mañanas si no escuchásemos el canto de los gallos y los ladridos de los perros?
¿Qué pasaría si un día las lagartijas no tomasen el sol, las luciérnagas y los
grillos no alegrasen la noche y los tiburones no diesen un toque de emoción a
nuestras costas?
El respeto y
cariño que ofrecemos a muchos animales, en el fondo, depende del amor que sentimos
hacia nosotros mismos y hacia nuestros hijos. Amar a los animales tiene sentido
si sabemos amar y respetar al ser humano. Respetarme a mí mismo y respetar a
aquellos que viven a mi lado, a los que cuidan a los caballos, a los que
alimentan a los gorriones, a los niños que observan el misterioso vuelo de un
abejorro o el sistema de comunicación de las hormigas.
Tratar de modo
cruel a un perro abandonado, despedazar a un lagarto o herir a pedradas a una
golondrina son señales de un corazón endurecido, incapaz de descubrir la
belleza y la armonía cósmica que vibra en cada animal que vive en nuestro
planeta, en cada forma de vida que comparte nuestro destino temporal. Es cierto
que nosotros somos “superiores” por nuestra capacidad de pensar y de amar, de sacrificarnos
y de servir a los otros, también a los animales. Pero esta superioridad nunca
debe convertirse en motivo para el abuso o el embrutecimiento. Abusar de los
animales puede ser la señal de que antes se ha abusado de los hombres.
Por eso, el
mejor camino para fomentar un sano respeto hacia los animales consiste en
promover el respeto al hombre, a cada hombre, desde su concepción hasta su
muerte.
Además,
podríamos decir que es una forma de analfabetismo no descubrir la función de
cada animal ni respetar su papel en la Tierra, aunque parezca miserable, como
cuando los buitres limpian los bosques y desiertos de los cadáveres que se
descomponen. Se da un equilibrio maravilloso de vida y fuerza entre los
distintos tipos de animales, y hay que saberlo descubrir y respetar. En ese
equilibrio vivimos también nosotros, y dependemos de los animales mucho más de
lo que nos damos cuenta. A la vez, ellos también dependen mucho, mucho de
nosotros...
Hoy podemos
pensar un poco en los animales. Vamos a tratarlos mejor, vamos a respetar la
riqueza de vida que nos rodea. Pero, sobre todo, vamos a respetar a los demás
seres humanos, hombres y mujeres que quieren nuestro cariño y nuestra justicia.
También ellos, los de hoy y los de mañana, querrán disfrutar de los mil colores
de esos animales que caminan a nuestro lado y hacen más bello y más intenso
nuestro recorrido terreno, mientras nos acercamos al encuentro de un Dios que
es, sobre todo, amante de la vida. FP
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