Discípulos
de Jesús, 31 de Agosto
Martirologio Romano: En
Jerusalén, conmemoración de los santos José de Arimatea y Nicodemo, que
recogieron el cuerpo de Jesús bajo la cruz, lo envolvieron en una sábana y lo depositaron
en el sepulcro. José, noble decurión y discípulo del Señor, esperaba el reino
de Dios, y Nicodemo, fariseo y principal entre los judíos, que había ido de
noche a ver a Jesús para interrogarle acerca de su misión, defendió luego su
causa ante los sumos sacerdotes y los fariseos que buscaban la detención del
Señor. († s.I)
En realidad la figura de José de Arimatea sólo nos es conocida por una única referencia que está, sin embargo, presente en los cuatro evangelios, respectivamente en Mateo 27,47, Marcos 15,43, Lucas 23,50-51, y Juan 19,38. A pesar de tan escasas menciones los cuatro testigos no parecen ponerse demasiado de acuerdo en cómo describir al personaje. Veamos:
-En Marcos se dice: «vino José de Arimatea, miembro respetable del Consejo, que esperaba también el Reino de Dios, y tuvo la valentía de entrar donde Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús.»
-En
Mateo se dice: «Al
atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho
también discípulo de Jesús.»
-En
Lucas, por su parte: «Había
un hombre llamado José, miembro del Consejo, hombre bueno y justo, que no había
asentido al consejo y proceder de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea,
y esperaba el Reino de Dios.»
-Y
finalmente en Juan: «Después
de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por
miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de
Jesús.»
Evidentemente
resultó incómodo para esta generación cristiana que elaboraba los recuerdos de
la época de Jesús constatar que podía haber sido discípulo de Jesús, o al menos
haber sido afín a su predicación, alguien que de una manera u otra hubiera
estado en el Consejo que emitió la condena. Marcos, de redacción más antigua
que los otros tres, trae lo que podríamos llamar la expresión básica, sin
pretender responder a la contradicción que señalábamos. Mateo y Lucas, cada uno
a su manera, añadirán a la descripción algo que permita salvar el problema,
así, mientras Mateo se libera del asunto omitiendo la pertenencia de José al
Consejo, Lucas aclara que aunque pertenecía no asintió. Juan por su parte no
dudará en incluir a José entre el grupo que los especialistas en su Evangelio
llaman los «criptocristianos», es decir cristianos que no daban el paso
valiente que suponía la ruptura con el judaísmo; aunque en beneficio de José
debe tenerse presente que esta situación es propia de la época de Juan y no de
la época de José de Arimatea.
Una fuente
apócrifa, Evangelio de Pedro 6,21-24, narra más detalladamente las acciones de
José con el cuerpo de Jesús, que corresponden al ritual de enterramiento de un
muerto: «Entonces, los judíos sacaron los clavos de las manos del Señor y lo
depositaron en el suelo. En ese momento, tembló toda la tierra y cundió el
pánico entre la gente. Pero el sol a lucir, y se comprobó que era la hora
nona. Los judíos se alegraron y entregaron el cuerpo de Jesús a José para que
lo enterrase, pues había sido testigo de todo lo bueno que él [Jesús] había
realizado. José tomó al Señor, lo lavó, lo envolvió en unos lienzos, y lo
colocó en su propio sepulcro, en el lugar llamado Jardín de José». No nos
agrega demasiado a lo dicho en los Evangelios, sino sólo el rito de lavado,
que, naturalmente, no habrá faltado en el sepultamiento de Jesús. El pueblo de
Arimatea es de localización incierta, aunque en la actualidad tiende a
identificarse con Rentis, a unos 30 Km al NE de Jerusalén. Que fuera miembro
del Consejo -lo que se supone que indica el Sanedrín, aunque con ese nombre
sólo se lo menciona aquí-, no indica que fuera sacerdote ni anciano. No hay más
datos históricos sobre este personaje, aunque leyendas posteriores lo hacen
transmisor del Santo Grial con la sangre de Jesús, ideal de la búsqueda
caballeresca en el Medioevo.
Junto a él, en
la misma escena del sepultamiento, el evangelio de Juan nos muestra a otro
personaje, que sólo conocemos por esa tradición, aunque no aparece una única
vez; se trata de Nicodemo, un personaje que nos es familiar por el bellísimo
relato de Juan 3, la visita nocturna que le hace a Jesús, en la que en un
diálogo catequístico puesto en boca de Jesús, se le introduce -a Nicodemo y al
lector- en los puntos centrales de la teología del Cuarto Evangelio. El diálogo
ocurre en la noche, porque precisamente se tratará de los conocimientos que permitirán
al discípulo pasar de las tinieblas de la ignorancia-noche, a la luz del
día-sabiduría.
No llegamos a
saber, propiamente, nada sobre Nicodemo, tan sólo que es un «magistrado judío»,
sin que se nos especifique más, y que debía ser de muy buena posición
económica, para costear, más tarde, los ricos perfumes de la unción de Jesús.
El nombre Nicodemo, aunque es griego, no era desconocido ni inusual entre los
judíos de época de Jesús, y se conoce, por ejemplo, un fariseo, Naqdimon ben
Gurion, anterior a los 70. Por supuesto, eso no significa que ese fariseo sea
nuestro Nicodemo, sino sólo que el nombre no es completamente atípico. La
existencia histórica de Nicodemo parece fuera de toda duda, pero esa existencia
histórica no debe distraer del punto central, que es que Juan no lo menciona
por su historicidad, sino por un papel altamente simbólico que cumple en su
narración: representando a todos aquellos que, aunque formados y conscientes de
la verdad de Jesús, temen dar el salto hacia la fe, porque no terminan de
deponer su propia sabiduría -humana- y abrirse a la acción del Espíritu que,
puesto que es viento (espíritu y viento son la misma palabra en griego), «sopla
donde quiere» (Jn 3,8).
El arte los
suele representar juntos, ya sea en la escena del descendimiento, en la unción
o en el momento de la sepultura. Los creyentes también los recordamos unidos,
pero no sólo por la acción del sepultamiento, sino también por ese carácter de
«cristianos sin animarse del todo», que, como la inscripción del Martirologio
piadosamente nos recuerda, también pueden llegar, por el soplo del Espíritu, a
las alturas de los coros celestiales. Gran consuelo para muchos de nosotros.
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