I. Como el discípulo ante el maestro, como el niño junto a su madre, así
ha de estar el cristiano en todas las ocupaciones ante Cristo. El hijo aprende
a hablar oyendo a su madre, esforzándose en copiar sus palabras; de la misma
forma, viendo obrar y actuar a Jesús, aprendemos a conducirnos como Él.
La vida cristiana es imitación de la del Maestro, pues Él se encarnó y
os dio ejemplo para que sigáis sus pasos. San Pablo exhortaba a los primeros
cristianos a imitar al Señor con estas otras palabras: Tened los mismos sentimientos
de Cristo Jesús. Él es la causa ejemplar de toda santidad, es decir, del amor a
Dios Padre. Y esto no sólo por sus hechos, sino por su ser, pues su modo de
obrar era la expresión externa de su unión y amor al Padre.
Nuestra santidad no consiste tanto en una imitación externa de Jesús
como en permitir que nuestro ser más profundo se vaya configurando con el de
Cristo. Despojaos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del hombre
nuevo..., anima San Pablo a los colosenses. Esta diaria renovación significa
desear constantemente limar nuestras costumbres, eliminar de nuestra vida los
defectos humanos y morales, lo que no es conforme con la vida de Cristo...;
pero, sobre todo, procurar que nuestros sentimientos ante los hombres, ante las
realidades creadas, ante la tribulación, se parezcan cada día más a los que
tuvo Jesús en circunstancias similares, de tal manera que nuestra vida sea en
cierto sentido prolongación de la suya, pues Dios nos ha predestinado a ser
semejantes a la imagen de su Hijo.
La misma gracia divina, en la medida en que correspondemos a la acción
continua del Espíritu Santo, nos hace semejantes a Dios. Seremos santos si Dios
Padre, puede afirmar de nosotros lo que un día dijo de Jesús: Éste es mi Hijo
muy amado, en quien, tengo puestas mis complacencias. Nuestra santidad
consistirá, pues, en ser por la gracia lo que es Cristo por naturaleza: hijos
de Dios.
El Señor lo es todo para nosotros. «Este árbol es para mí una planta de
salvación eterna; de él me alimento, de él me sacio. Por sus raíces me enraízo
y por sus ramas me extiendo, su rocío me regocija y su espíritu como viento
delicioso me fertiliza. A su sombra he alzado mi tienda, y huyendo de los
grandes calores allí encuentro un abrigo lleno de rocío. Sus hojas son mi
follaje, sus frutos mis perfectas delicias, y yo gozo libremente sus frutos,
que me estaban reservados desde el principio. Él es en el hambre mi alimento,
en la sed mi fuente, y mi vestido en la desnudez, porque sus hojas son espíritu
de vida: lejos de mí desde ahora las hojas de la higuera. Cuando temo a Dios,
Él es mi protección; y cuando vacilo, mi apoyo; cuando combato, mi premio; y
cuando triunfo, mi trofeo. Es para mí el sendero estrecho y el sendero angosto».
Nada deseo fuera de Él.
II. El Evangelio nos relata la petición que hicieron Santiago y Juan a
Jesús de dos puestos de honor en su Reino. Después, los diez comenzaron a
indignarse contra estos dos hermanos. Jesús les dijo entonces: Sabéis que los
que figuran como jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos los
avasallan. No ha de ser así entre vosotros; por el contrario, quien quiera
llegar a ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor, y quien entre
vosotros quiera ser el primero, sea esclavo de todos. Y les da la suprema
razón: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a
dar su vida en redención de muchos.
En diversas ocasiones proclamará el Señor que no vino a ser servido sino
a servir: Non ven ministrari sed ministrare. Toda su vida fue un servicio a todos,
y su doctrina es una constante llamada a los hombres para que se olviden de sí
mismos y se den a los demás. Recorrió constantemente los caminos de Palestina
sirviendo a cada uno -singulis manus imponens- de los que encontraba a su paso.
Se quedó para siempre en su Iglesia, y de modo particular en la Sagrada
Eucaristía, para servirnos a diario con su compañía, con su humildad, con su
gracia.
En la noche anterior a su Pasión y Muerte, como enseñando algo de suma
importancia, y para que quedara siempre clara esta característica esencial del
cristiano, lavó los pies a sus discípulos, para que ellos hicieran también lo
mismo.
La Iglesia, continuadora de la misión salvífica de Cristo en el mundo,
tiene como quehacer principal servir a los hombres, por la predicación de la
Palabra divina y la celebración de los sacramentos. Además, «tomando parte en
las mejores aspiraciones de los hombres y sufriendo al no verles satisfechos,
desea ayudarles a conseguir su pleno desarrollo, y esto precisamente porque les
propone lo que ella posee como propio: una visión global del hombre y de la
humanidad».
Los cristianos, que queremos imitar al Señor, hemos de disponernos para
un servicio alegre a Dios y a los demás, sin esperar nada a cambio; servir
incluso al que no agradece el servicio
que se le presta. En ocasiones, muchos no entenderán esta actitud de
disponibilidad alegre. Nos bastará saber que Cristo sí la entiende y nos acoge
entonces como verdaderos discípulos suyos. El «orgullo» del cristiano será
precisamente éste: servir como el Maestro lo hizo. Pero sólo aprendemos a
darnos, a estar disponibles, cuando estamos cerca de Jesús. «Al emprender cada
jornada para trabajar junto a Cristo, y atender a tantas almas que le buscan,
convéncete de que no hay más que un camino: acudir al Señor.
« ¡Solamente en la oración, y
con la oración, aprendemos a servir a los demás!». De ella obtenemos las
fuerzas y la humildad que todo servicio requiere.
III. Nuestro servicio a Dios y a
los demás ha de estar lleno de humildad, aunque alguna vez tengamos el honor de
llevar a Cristo a otros, como el borrico sobre el que entró triunfante en
Jerusalén. Entonces más que nunca hemos de estar dispuestos a rectificar la
intención, si fuera necesario. «Cuando me hacen un cumplido -escribe el que más
tarde sería Juan Pablo I-, tengo necesidad de compararme con el jumento que
llevaba a Cristo el día de ramos. Y me digo: “¡Cómo se habrían reído del burro
si, al escuchar los aplausos de la muchedumbre, se hubiese ensoberbecido y
hubiese comenzado -asno como era- a dar las gracias a diestra y siniestra!...
¡No vayas tú a hacer un ridículo semejante...!”», nos advierte.
Esta disponibilidad hacia las necesidades ajenas
nos llevará a ayudar a los demás de tal forma que, siempre que sea posible, no
se advierta, y así no puedan darnos ellos ninguna recompensa a cambio. Nos
basta la mirada de Jesús sobre nuestra vida. ¡Ya es suficiente recompensa!
Servicio alegre, como nos recomienda la Sagrada
Escritura: Servid al Señor con alegría, especialmente en aquellos trabajos de
la convivencia diaria que pueden resultar más molestos o ingratos y que suelen
ser con frecuencia los más necesarios. La vida se compone de una serie de
servicios mutuos diarios. Procuremos nosotros excedernos en esta
disponibilidad, con alegría, con deseos de ser útiles. Encontraremos muchas
ocasiones en la propia profesión, en medio del trabajo, en la vida de
familia..., con parientes, amigos, conocidos, y también con personas que nunca
más volveremos a ver.
Cuando somos generosos en esta entrega a los demás,
sin andar demasiado pendientes de si lo agradecerán o no, de si lo han
merecido.... comprendemos que «servir es reinar».
Aprendamos de Nuestra Señora a ser útiles a los
demás, a pensar en sus necesidades, a facilitarles la vida aquí en la tierra y
su camino hacia el Cielo. Ella nos da ejemplo: «En medio del júbilo de la
fiesta, en Caná, sólo María advierte la falta de vino... Hasta los detalles más
pequeños de servicio llega el alma si, como Ella, se vive apasionadamente pendiente
del prójimo, por Dios». Entonces hallamos con mucha facilidad a Jesús, que nos
sale al encuentro y nos dice: cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más
pequeños, a Mí me lo hicisteis. FF-C
No hay comentarios.:
Publicar un comentario