Mártir
México, 23 de Noviembre
Miguel Agustín Pro Juárez, nació el 13 de enero de
1891 en la población minera de Guadalupe, Zacatecas, tercero de once hermanos e
hijo de Miguel Pro y Josefa Juárez. El 19 de agosto de 1911, ingresa al
Noviciado de la Compañía de Jesús en El Llano, Michoacán, luego de unos
Ejercicios hechos con jesuitas y de haber madurado lentamente la decisión. Ya
la familia había dado antes dos vocaciones religiosas en la persona de dos
hermanas mayores de Miguel. Luego del Noviciado, continúa sus estudios en Los
Gatos, California, obligados los jesuitas a abandonar Los Llanos a causa de la
presencia de fuerzas carrancistas. Estudia después retórica y filosofía en
España. Desempeña el oficio de profesor en el colegio de la Compañía en
Granada, Nicaragua y hace la teología en Enghien, Bélgica, donde recibe el
presbiterado.
Un juicio imparcial sobre la vida de formación del
P. Miguel nos inclina a admitir que gozaba en alto grado de talento práctico,
pero que carecía de facilidad para los estudios especulativos, quizá debido a
la deficiente enseñanza de sus primeros años. Su gloriosa muerte contribuyó
además a que se esfumara el recuerdo de la parte negativa de su temperamento
jocoso, bromista y agudo.
Una úlcera estomacal, la oclusión del píloro y toda
la ruina del organismo hicieron prever un desenlace rápido al final de sus
estudios en Bélgica. “Los dolores no cesan -escribe en una carta íntima-.
Disminuyo de peso, 200 a 400 gramos cada semana, y a fuerza de embaular
porquerías de botica, tengo descarriado el estómago... Las dos operaciones
últimas estuvieron mal hechas y otro médico ve probable la cuarta”. Luego
detalla el insoportable régimen dietético que se le hace sufrir. Su organismo
se reduce a tal extremo que sus superiores en Enghien tratan de apresurar el
regreso a México, para que la muerte no lo recoja fuera de su patria.
En esta situación realiza su anhelo de viajar a
Lourdes, al pie del Pirineo, donde espera una intervención de la Virgen que le
devuelva las fuerzas que necesitará en México para ayudar a los católicos
entonces vejados por una persecución. La prisión, el fusilamiento y el
destierro están a la orden del día.
De la visita a la célebre gruta, escribe: “Ha sido
uno de los días más felices de mi vida... No me pregunte lo que hice o qué
dije. Sólo sé que estaba a los pies de mi Madre y que yo sentí muy dentro de mí
su presencia bendita y su acción”. Esa experiencia mística es para leerse
entera en su vida. Sabemos por ella que la Virgen le prometió salud para
trabajar en México. El exorbitante trabajo que tuvo los meses que vivió en la
capital desde su llegada en julio de 1926, realizado además mientras huía de
casa en casa para despistar a los sabuesos que seguían sus pasos, no hubiera podido
ser ejercido por un individuo de mediana salud, y menos por uno tan maltratado
como Miguel Agustín, de no haber sido por la intervención de la Madre de
Jesucristo.
Así le sorprende el fracasado intento de Segura
Vilchis para acabar con Obregón, el presidente electo. Las bombas de aquel
católico exasperado estaban tan mal hechas que ni siquiera causaron
desperfectos graves en el coche abierto del prócer. El Ing. Segura había
procedido con todo sigilo para preparar y ejecutar el acto. Nadie, sino el chofer
y dos obreros estaban enterados. La liga de Defensa Religiosa, y por tanto
Humberto y Roberto Pro, hermanos del Padre, y el mismo Padre, fueron ajenos al
plan magnicida.
El Papa Pío XI había defendido a los católicos
mexicanos y había condenado la injusta persecución en tres ocasiones a través
de documentos públicos dirigidos al mundo. Calles, el perseguidor, estaba
irritadísimo contra él; pero no pudiendo descargar sus iras contra un enemigo
tan distante las descargó contra un eclesiástico, el P. Pro, al que la
indiscreción de una mujer y un niño hizo caer en las garras de la policía
mientras cometía sus cotidianos delitos de llevar la comunión, de confesar o
socorrer a los indigentes. Calles se vengaría del Papa en un cura... Y
aprovechando que el P. Pro estaba en los sótanos de la Inspección de Policía
atribuyó a él y a sus hermanos la responsabilidad de un acto cuyo verdadero
autor no había podido ser descubierto.
El autor verdadero, el Ing. Segura Vilchis, había
ágilmente saltado del automóvil desde el que arrojó la fallida bomba. Luego
siguió caminando impertérrito por la banqueta mientras preparaba una coartada
admirable. Obregón se dirigía a los toros. Segura Vilchis, sin ser reconocido
por los esbirros, entró a la plaza detrás del general, buscó su palco y
encontró el modo de hacerse bien visible y reconocible por éste. Así podía
citarlo como testigo de que él se hallaba en los toros pocos minutos después
del atentado.
No obstante, enterado por las extras de los
periódicos de que acusaban al padre Pro y a sus hermanos Humberto y Roberto del
lanzamiento de la bomba, Segura Vilchis resolvió su caso de conciencia y corrió
a la Inspección de Policía para presentarse al general Roberto Cruz, Inspector
General y, previa palabra de honor de que soltaría a los Pro, que nada tenían
que ver con el delito, se ofreció a decir quién era el verdadero autor. Se
delató a sí mismo y probó con toda facilidad que lo era. Con todo, de la
Presidencia de la República llegó la orden directa de fusilar a los Pro y a Segura
Vilchis, sin sombra de investigación judicial.
Así el 23 de noviembre de 1927, a la puerta del
fatídico sótano, y minutos después de la diez de la mañana, un policía llamo a
gritos al preso: ¡Miguel Agustín Pro! Salió el padre y pudo ver el patio lleno
de ropa y de invitados como a un espectáculo de toros, a multitud de gente, a
unos seis fotógrafos por lo menos y a varios miembros del Cuerpo Diplomático “para
que se enteraran de cómo el gobierno castigaba la rebeldía de los católicos”.
El padre Pro caminó sereno y tuvo tiempo de oír a
uno de sus aprehensores, que le susurraba:
-Padre, perdóneme.
-No sólo te perdono -le respondió-; te doy las
gracias.
-¿Su última voluntad? -le preguntaron ya delante
del pelotón de fusilamiento.
-Que me dejen rezar.
Se hincó delante de todos y, con los brazos
cruzados, estuvo unos momentos ofreciendo sin duda su vida por México, por el
cese de la persecución, y reiterando el ofrecimiento de su vida por Calles,
como ya lo solía hacer antes... Se levantó, abrió los brazos en cruz, pronunció
claramente, sin gritar.- ¡Viva Cristo Rey! y cayó al suelo para recibir luego
el tiro de gracia.
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