«La
oración del justo tiene mucho poder con tal de que sea perseverante» (Stgo. 5,
16)
«La única razón por la que obtenemos tan poco de Dios es porque le
pedimos demasiado poco y con poca insistencia.... No hay que cansarse de orar.
Los que se cansan después de haber rogado durante un tiempo... no merecen ser
escuchados.... Es tener muy poca confianza en la bondad de Dios el desesperar
tan pronto, el tomar las menores dilaciones por rechazos absolutos».
El siglo de la inmediatez
Lo anterior fue escrito por san Claudio de la Colombiere en el siglo
XVII, pero pareciera que al presente tuviera más actualidad que en aquel
entonces dada la vida acelerada y la búsqueda de inmediatez que padecemos hoy.
Si ya no invertimos tiempo ni en cocer frijoles “para algo existen los
enlatados” ni en preparar una elaborada comida en casa -mejor se pide pizza o
cualquier otra versión de «comida rápida»-, no es de extrañar que en lo
referente a la vida espiritual también queramos todo fácil y al instante.
Pero Dios tiene una visión totalmente diferente de la nuestra; por eso a
sus discípulos «les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar
siempre sin desfallecer: Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni
respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él,
le dijo: “¡Hazme justicia contra mi adversario!”. Durante mucho tiempo no
quiso, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los
hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que
no venga continuamente a importunarme”. Dijo, pues, el Señor: “Oíd lo que dice
el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a
él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto”» (Lc
18, 1-8).
Ciertamente hay respuestas a la oración que no pueden esperar. Si yo me
encuentro colgando de una roca al borde de un altísimo precipicio y pido a Dios
que me salve de la muerte, el Señor no va a tardar un mes, un año o una década
en darme la respuesta. Pero en otras ocasiones habrá que esperar un tiempo,
insistiendo confiadamente en la oración, hasta ser testigos de la intervención
de Dios. Pensemos, por ejemplo, en los famosos dieciséis años de oraciones que
santa Mónica requirió para ver que se le concedía lo pedido: la conversión de
su hijo Agustín.
¿Qué tan pronto es «pronto» para Dios?
¿Entonces por qué el Altísimo promete en la cita bíblica una pronta
respuesta: «Os digo que [Dios] les hará justicia pronto» (Lc 18, 8)? El
aparente retraso que creemos percibir en la respuesta divina a nuestras
oraciones en realidad no es tal; y tampoco las sagradas Escrituras mienten;
antes bien, éstas nos aclaran la situación: «No se retrasa el Señor en el cumplimiento
de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros,
no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión» (2
Pe 3, 9). Aunque dicha cita se refiere de manera específica a la segunda venida
de Cristo, explica con claridad cuál es el proceder de Dios respecto del
tiempo. Por eso en el versículo anterior explicaba el apóstol: «Mas una cosa no
podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil
años, como un día» (2 Pe 3, 8). Mas a nosotros, mortales y encerrados en el
tiempo, el transcurso de las semanas, los meses y los años sin una respuesta
puede parecernos intolerable; pero Dios, inventor del tiempo y ubicado por
fuera del tiempo, no actúa ni antes ni después sino en el momento oportuno.
«Así dice Yahveh: "En tiempo favorable te escucharé"» (Is 49, 8); y
todo esto, como dice la Escritura, porque el Señor quiere que «todos lleguen a
la conversión» (2 Pe 3, 9).
«Quiere Dios salvarnos; mas, para gloria nuestra, quiere que nos salvemos,
como vencedores» apunta san Alfonso María de Ligorio en su libro El gran medio
de la oración; «por tanto, mientras vivamos en la presente vida, tendremos que
estar en continua guerra. Para salvarnos habremos de luchar y vencer. Sin
victoria nadie podrá ser coronado».
A más tiempo, mayor satisfacción final
Por su parte, san Claudio de la Colombiere enseña: «Cuando se concibe
verdaderamente hasta dónde llega la bondad de Dios, jamás se cree uno
rechazado, jamás se podría creer que desee quitarnos toda esperanza. Pienso, lo
confieso, que, cuando veo que más me hace insistir Dios en pedir una misma
gracia, más siento crecer en mí la esperanza de obtenerla; nunca creo que mi
oración haya sido rechazada, hasta que me doy cuenta de que he dejado de orar;
cuando tras un año de solicitaciones, me encuentro en tanto fervor como tenía
al principio, no dudo del cumplimiento de mis deseos; y lejos de perder valor
después de tan larga espera, creo tener motivo para regocijarme, porque estoy
persuadido de que seré tanto más satisfecho cuanto más largo tiempo se me haya
dejado rogar. Si mis primeras instancias hubieran sido totalmente inútiles,
jamás hubiera reiterado los mismos votos, mi esperanza no se hubiera
sostenido».
Continúa el Santo: «En efecto, la conversión de san Agustín no fue
concedida a santa Mónica hasta después de dieciséis años de lágrimas; pero
también fue una conversión incomparablemente más perfecta que la que había
pedido».
Y concluye san Claudio con una exhortación para «usted que solicita la
conversión de este marido, de esta persona querida: no os canséis de rogar, sed
constantes, sed infatigables en vuestras peticiones; si se os rechazan hoy,
mañana lo obtendréis todo; si no obtenéis nada este año, el año próximo os será
más favorable; sin embargo, no penséis que vuestros afanes sean inútiles: se
lleva la cuenta de todos vuestros suspiros, recibiréis en proporción al tiempo
que hayáis empleado en rogar; se os está amasando un tesoro que os colmará de
una sola vez, que excederá a todos vuestros deseos». DRGB
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