Aún faltan
unas horas para que amanezca. Un hombre pasea por la orilla de la playa,
contemplando el mar. Se llama Justino y es famoso en muchos círculos
intelectuales de aquella Roma del siglo II. No tarda en descubrir a otra
persona, en este lugar ahora desierto: es un anciano. El intelectual se
pregunta qué puede hacer aquí a estas horas, pero no dice nada. Solo lo mira,
sorprendido.
El anciano
percibe su desconcierto y se dirige a él. Le explica que espera a unos
familiares que están navegando. La conversación prosigue. El intelectual opina
sobre cualquier tema: cultura, política, religión. Le gusta hablar. El anciano
sabe escuchar y he aquí que, cuando interviene, lo hace con mesura y sensatez.
Tal vez, en otra ocasión, el intelectual hubiera ironizado o dado por terminado
el diálogo. Sin embargo, la claridad de ideas del anciano le desarma. El
intelectual no comparte algunas de esas ideas, pero reconoce que tienen mucho
en común con las suyas. Al final, el anciano le desvela que es cristiano.
Justino empieza a ver con simpatía la fe sencilla de aquel anciano. Pasan las
horas. Se despiden. Nunca se volverán a ver.
El intelectual
no olvidará este encuentro. Meses después, comprenderá que solo aquellas
palabras del anciano parecen dar razón de sus ansias de verdad. Eran ideas que
estaban transformando su vida y que provenían de la fe cristiana. Un encuentro
fortuito le había acercado a la fe, abriéndole un horizonte más amplio que el
que le presentaban todas sus creencias anteriores. Al poco tiempo, Justino, el
gran filósofo, recibirá el bautismo y se convertirá en uno de los más grandes
apologistas de la fe.
Los padres de
Justino eran paganos y le habían dado una excelente educación, instruyéndole
esmeradamente en filosofía, literatura e historia. Había frecuentado las
escuelas estoica, aristotélica, pitagórica y platónica. Era un gran buscador de
la verdad, y el encuentro con aquel anciano determinó su conversión y su
dedicación al servicio de Dios. Tenía en aquel momento unos treinta años.
Permaneció desde entonces laico y célibe, y en adelante, ataviado con las
vestimentas características de los filósofos, recorrió numerosos países
debatiendo con todos acerca de la fe cristiana, hasta su martirio en el año
165.
Dios sale al
encuentro de cada persona de una manera distinta. En el caso de Justino, fue
mediante el ejemplo de los mártires y con esa conversación de madrugada con
aquel anciano. Otras veces, se presenta a través de unos signos externos muy
claros. Por ejemplo, a algunos personajes del Antiguo Testamento les reveló su
voluntad mediante una visión o una teofanía. Moisés vio la zarza ardiendo. Un
ángel purificó los labios de Isaías mientras se escuchaba la voz de Dios. Y
Ezequiel contempló un torbellino de viento y una gran nube, y un fuego que se revolvía
dentro, con un resplandor, y en medio del fuego, una figura en ámbar. Pero no
todos podemos pedir algo así para conocer la voluntad de Dios.
—No estaría mal, de todas formas.
Tampoco te
creas que sus efectos serían siempre fulminantes. Si no estamos bien
dispuestos, aunque se nos apareciera un ángel, no estaría asegurada nuestra
correspondencia. En el Evangelio se lee que a Zacarías, el padre de Juan
Bautista, se le apareció un ángel y le dijo que sus peticiones habían sido
escuchadas, pero Zacarías no se conformó con eso y pidió una prueba de que
aquello se cumpliría: ¿Quién me podrá certificar a mí eso? Y no debió de
agradar mucho a Dios, porque el ángel le transmitió esa certificación en forma
de castigo a su falta de fe: “Desde ahora quedarás mudo y no podrás hablar
hasta el día en que sucedan estas cosas, por cuanto no has creído a mis
palabras, que se cumplirán a su tiempo”.
Solo muy
raramente Dios manifiesta sus llamadas personales con signos externos. No
podemos esperar de los cielos un acta notarial, un llamamiento en toda regla
por parte de la divinidad. Eso sería una ingenua tendencia a lo fantástico,
cuando lo habitual es que Dios nos hable a través del silencio interior, cuando
hay un clima de suficiente recogimiento y facilitamos el encuentro con Él en la
oración.
—Pero, al final, la pregunta clave, y difícil de
contestar, es: ¿tengo vocación o no?
Esa no es la
pregunta más importante. La pregunta decisiva es: ¿cuál es la vocación que yo
tengo? Dios tiene un plan para todos, para cada uno. La vocación no es algo que
tienen algunos, sino todos. Todos los cristianos estamos llamados a la
santidad, es decir, al encuentro con Dios, a seguir a Jesucristo. Hay
vocaciones que comprometen más, que son más exigentes. Y quizá las más
exigentes son las que presentan un mayor atractivo para un alma joven, aunque
también den un poco de miedo. No se trata de ver qué es lo mejor, o lo más
difícil, sino lo que quiere Dios de mí. Para ti, lo mejor es lo que Dios quiera
de ti. Y para mí, lo que quiera de mí.
Así lo
explicaba Benedicto XVI, en la Basílica de Santa Ana de Altötting: “Bajo la
mirada de santa Ana maduró la vocación de María, la más grande de la historia
de la salvación. María recibió su vocación a través del anuncio del ángel. El
ángel no entra de modo visible en nuestra habitación, pero el Señor tiene
también un plan para cada uno de nosotros, nos llama por nuestro nombre. Por
tanto, a nosotros nos toca escuchar, percibir su llamada, ser valientes y
fieles para seguirlo, de modo que, al final, nos considere siervos fieles que
han aprovechado bien los dones que se nos han concedido”.
Hay que pedir
luz a Dios, hacer oración, rogarle que nos haga ver con más claridad qué quiere
de nosotros. Normalmente, no lo hará por medios excepcionales, como a San Pablo
camino de Damasco, sino que nos deja una cierta penumbra, quizá para no forzar
nuestra libertad, para dejarnos más iniciativa personal.
—¿Y cómo se puede tener certeza de una vocación?
De la vocación
se puede tener la certeza propia del hombre, que no es absoluta y completa.
Pero se puede llegar a tener una certeza muy grande, aunque esto normalmente no
viene hasta un tiempo después de haber respondido que sí, a lo que hemos
pensado que es nuestro camino. Esa certeza llega cuando ha transcurrido un
tiempo, y comprobamos que ese camino llena nuestra alma, y se alcanzan entonces
grados muy altos de seguridad.
Por eso, en
todas las instituciones de la Iglesia hay unos períodos de prueba, en los que
cada candidato confirma o descarta la vocación que, al solicitar la admisión,
ha pensado que tenía. En ese sentido, cabría decir que la plena certeza de la
vocación solo se tiene cuando se ha respondido, pues lo habitual es que ese
convencimiento vaya creciendo a medida que se avanza con generosidad en el proceso
vocacional. Sucede algo parecido en el camino hacia el matrimonio: la certeza
de haber acertado no se alcanza hasta un tiempo después de iniciar el noviazgo,
cuando ha pasado un tiempo desde que hemos respondido afirmativamente y se
comprueba que hay una sintonía y un convencimiento grandes, y confirmamos así
que Dios quiere ese camino para nosotros.
—¿Y cómo percibir con claridad eso de que lo más
grande que puede pasarle en la vida a una persona es entregarse por completo a
Dios?
Para
comprenderlo así hay que enmarcar nuestra vida en un contexto amplio, en el que
esté bien presente Dios. Debemos pensar en el sentido de la vida humana, en que
nuestra vida está limitada en el tiempo, y en que ese tiempo pasa cada vez más
deprisa. La vida es estupenda, pero es tan solo un preámbulo de la vida eterna.
Por eso vale la pena seguir un camino que nos lleve más directamente a la meta.
Seguir a Dios vale siempre la pena.
Cuando vamos
al encuentro de ese proyecto que Dios tiene preparado para cada uno de nosotros,
no hacemos un favor a Dios. Al contrario, cada vocación es una muestra de la
misericordia de Dios con el hombre. Nos llama a construir en nosotros la mejor
vida de las posibles, la vida a la que estamos llamados, para la que mejor
estamos preparados, en la que seremos más felices.
—Pero eso de entregarse por completo a Dios
siempre da un poco de miedo.
Puede ser
miedo, o bien inseguridad, o incertidumbre. La misma fe siempre tiene algo de
salto en el vacío, y por tanto, con la vocación sucede algo parecido.
—¿Y no es perder un poco la libertad?
Cualquier acto
de entrega supone perder libertad, y el amor siempre supone entrega, y lo
natural es entregarse a lo que uno ama, pues de lo contrario la vida queda
vacía. La mejor libertad es la que se emplea para seguir la voluntad de Dios.
Cuanto más grande sea el bien que se elige (y en este caso sería elegir a
Dios), mayor y más noble será el empleo que hacemos de nuestra libertad.
Dejarse guiar
por Dios no es perder libertad, sino emplearla del mejor modo posible. Suele
ser una decisión en la que intervienen muchos elementos, a través de los
cuales, Dios nos habla, y hacen que un buen día pasemos de decir que no a decir
que sí. Y no siempre con un proceso predominantemente racional. O, mejor dicho,
son razones que Dios pone en nuestra cabeza pero también en nuestro corazón.
—Entregarse a Dios supone siempre una renuncia, y
eso hace que a muchos les cueste dar ese paso, porque todos queremos pasarlo
bien y disfrutar de la vida.
Pasarlo bien
de verdad depende de estar cerca de Dios. La vocación supone una elección
personal de Dios a cada uno de nosotros. No elegimos nosotros, sino que elige
Dios. Y ese designio suyo determina el camino que cada uno debe recorrer para
alcanzar el Cielo y para ser feliz en la tierra. Hacer la voluntad de Dios es
la mejor garantía para pasarlo bien en la vida, tanto en la vida de la tierra
como en la del Cielo.
—¿Y a la hora de pensar si Dios nos llama en una
institución o en otra, importa el hecho de que sea una institución más boyante
o menos?
Pienso que no.
En cuestiones de hacer la voluntad de Dios, no importa el número, sino que
seamos los que Dios quiera que seamos. Da igual que sea una institución a la
que lleguen numerosas vocaciones y consideremos boyante o de moda, o bien una
institución en momentos difíciles y que apenas tiene vocaciones.
—¿Y el hecho de tener ilusión por casarse y formar
una familia, es motivo para pensar que no estamos llamados al celibato?
Tener ilusión
por casarse y formar una familia es una ilusión propia de toda persona normal.
Si la vocación fuera, sobre todo, cuestión de gusto, todo el mundo tendría
vocación al matrimonio (y no sé si quizá -perdona la broma- muchos tendrían
vocación a no trabajar, o a ser unos frescos). Me parece que la clave no está
en lo que a uno más le apetece, pues hay muchas cosas que hacemos cada día que
no nos apetecen demasiado pero que, sin embargo, sabemos que debemos hacer, y
las hacemos, nos producen una satisfacción, nos hacen felices y nos hacen
cumplir la voluntad de Dios.
El hecho de
que a alguien le diviertan mucho los niños, o sea especialmente sensible al
calor humano de la familia, o sueñe con un amor humano dichoso, indica que es
una persona normal con una buena educación afectiva. Todo corazón bien formado
experimenta ese deseo natural. Basta recordar que a Jesucristo le gustaban los
niños, y el calor de la vida familiar, pero vivió célibe.
El celibato no
es para quienes no se sientan atraídos por la vida matrimonial, ni para quienes
se sienten especialmente fuertes a la hora de vivir la castidad. No es tampoco
para corazones fríos o poco capaces de querer. Tener corazón grande no solo no
es una dificultad, sino que es esencial para quien sirve a Dios en celibato.
Solo el que sabe enamorarse de verdad es capaz de una entrega plena. AA
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