—Quizá hoy día resulta más difícil que se abra
camino una vocación, en el modelo de sociedad compleja y tecnificada en que
vivimos, donde el ambiente parece mucho menos propicio.
Puede ser
cierto que el ambiente no ayude mucho, pero eso, como hemos visto, no es algo
exclusivo de nuestra época. Además, muchas veces, precisamente ese ambiente
contrario puede templar y madurar una vocación.
Así lo evocaba
Joseph Ratzinger cuando escribió su autobiografía, antes de ser Benedicto XVI,
narrando un sucedido de sus años de adolescente, cuando estaba terminando la
Segunda Guerra Mundial. En vista de la creciente carencia de personal militar,
los hombres del régimen nazi idearon en 1943 una solución. Como los estudiantes
de los internados debían vivir juntos en comunidad, lejos de casa, no había
ningún obstáculo para trasladar de lugar sus colegios, colocándolos próximos a
las baterías antiaéreas. Por otro lado, como evidentemente no podían estudiar
todo el día, parecía del todo normal que utilizasen su tiempo libre en
servicios de defensa de los ataques aéreos enemigos. De hecho, yo no estaba en
el internado desde hacía mucho tiempo, pero desde el punto de vista jurídico sí
formaba parte todavía del seminario de Traunstein.
Así, el
pequeño grupo de seminaristas de mi clase -de los nacidos entre 1926 y 1927-
fue llamado a los servicios antiaéreos de Múnich. Habitábamos en barracones
como los soldados regulares, que eran obviamente una minoría, usábamos los
mismos uniformes y, en lo esencial, debíamos llevar a cabo los mismos
servicios, con la sola diferencia que a nosotros se nos permitía asistir a un
número reducido de clases.
El 10 de
septiembre de 1944, en el período de edad del servicio militar, nos licenciaron
del servicio antiaéreo en el que habíamos estado desde que éramos estudiantes.
Cuando volví a casa, sobre la mesa estaba ya la llamada para el servicio
laboral del Reich. El 20 de septiembre, un viaje interminable me llevó a
Burgenland, donde -con muchos amigos del instituto de Traunstein- me asignaron
a un campamento situado en el ángulo del territorio en el que Austria limita
con Hungría y Checoslovaquia. Aquellas semanas de servicio laboral han
permanecido en mi memoria como un recuerdo opresivo. Nuestros superiores
procedían, en gran parte, de la denominada “Legión Austríaca”. Se trataba, por
tanto, de nazis de los primeros tiempos, que habían sido encarcelados bajo el
canciller Dollfuss, unos fanáticos que nos tiranizaban con violencia. Una noche
nos sacaron de la cama y nos hicieron formar filas, medio dormidos, vestidos de
chándal. Un oficial de las SS nos llamó uno a uno fuera de la fila y trató de
inducirnos a enrolarnos como “voluntarios” en el cuerpo de las SS,
aprovechándose de nuestro cansancio y comprometiéndonos delante del grupo
reunido. Un gran número de compañeros de carácter bondadoso fueron enrolados de
ese modo en aquel cuerpo criminal. Junto con algunos otros, yo tuve la fortuna
de decir que tenía la intención de ser sacerdote católico. Fuimos cubiertos de
burlas e insultos, pero aquellas humillaciones nos supieron a gloria, porque
sabíamos que nos librábamos de la amenaza de ese enrolamiento falsamente
voluntario y de todas sus consecuencias.
—¿Piensas entonces que se puede sacar provecho de
las dificultades del ambiente?
No siempre se
logra, pues, como se ve en este relato, se llevaron por delante a muchas
personas, a las que les faltó carácter o decisión para superarlas. Lo que sí
puede decirse es que las dificultades juegan, en cierta manera, a nuestro
favor, porque nos disponen a hacernos más firmes, más maduros, más resistentes.
Hacen lucir nuestra mediocridad y, de esa manera, queda más expuesta, más a la
vista, y es más clara la necesidad de oponerse a ella y, por tanto, mejorar.
Igual que las
personas se curten con las dificultades, y que la vida fácil hace a los niños
mimados y débiles, también las vocaciones maduran más ante un ambiente difícil
y arraigan con más fuerza y autenticidad en un entorno en el que el viento no
sopla a favor. Incluso de las calumnias puede salir un bien, porque nos hacen
experimentar lo que el Señor pasó en la tierra, aprendemos a purificar más la
intención al ver que no todos nos aplauden, y todo eso puede llevarnos a
trabajar más y a explicarnos mejor.
—Pero el ambiente poco favorable ha hecho que haya
menos vocaciones. Hay quien piensa que puede ser una muestra de que ahora son
menos necesarias, y que la vida actual ha evolucionado y no precisa ya tanto de
ellas.
Es una posible
interpretación, pero me parece más acertado pensar que, precisamente ahora,
hacen más falta. Es la reflexión que se hacía Joseph Ratzinger al concluir el
relato anterior. El régimen nazi afirmaba con voz muy fuerte: “En la nueva
Alemania no habrá ya sacerdotes, no habrá ya vida consagrada, no necesitamos ya
a esa gente; buscaos otra profesión”. Pero precisamente, al escuchar esas voces
“fuertes”, ante la brutalidad de aquel sistema tan inhumano, comprendí que, por
el contrario, había una gran necesidad de sacerdotes. Este contraste, al ver
aquella cultura antihumana, me confirmó en la convicción de que el Señor, el
Evangelio, la fe, nos indicaban el camino correcto y nosotros debíamos
esforzarnos por lograr que sobreviviera ese camino.
“Como es
natural, no faltaron dificultades. Me preguntaba si tenía realmente la
capacidad de vivir durante toda mi vida el celibato. Al ser un hombre de
formación teórica y no práctica, sabía también que no basta amar la teología
para ser un buen sacerdote, sino que es necesario estar siempre disponible con
respecto a los jóvenes, a los ancianos, a los enfermos, a los pobres; es
necesario ser sencillo con los sencillos. La teología es hermosa, pero también
es necesaria la sencillez de la palabra y de la vida cristiana. Así pues, me
preguntaba: ¿seré capaz de vivir todo esto y no ser solo un teólogo? Pero el
Señor me ayudó; y me ayudó, sobre todo, a través de la compañía de los amigos,
de buenos sacerdotes y maestros”.
—Pero entregarse a Dios siempre será una aventura,
y quizá en los tiempos que corren eso no tiene demasiado futuro.
Emprender el
camino de la entrega precisa, ciertamente, la valentía de afrontar la aventura,
con la confianza de que Dios no nos dejará solos, de que nos acompañará y nos
ayudará. Pero siempre habrá necesidad de esas vocaciones, y siempre habrá almas
jóvenes que aceptarán ese reto. Así lo expresaba José Luis Martín Descalzo hace
unos años, en plena crisis de vocaciones al sacerdocio en el mundo occidental: Me
pregunto a veces cómo será el siglo XXI y los hombres que en él habitarán.
¿Tendrán alma? ¿Seguirán descubriendo en ella esos vacíos que solo Dios llena y
tendrán necesidad de alguien que les ayude a llenarlos?
La verdad es
que nunca he temido por el futuro de la Iglesia y tampoco por el futuro del
sacerdocio. Habrá tal vez oscilaciones en la curva de vocaciones, pero siempre
seguirá habiendo muchachos que un día se atrevan a responder a la llamada de lo
alto, por mucho que ciertos cretinillos se olviden de la importancia de su
tarea.
Y hay algo de
lo que aún estoy más seguro: sea o no sea importante el sacerdocio, lo
reconozca o no la sociedad del presente o del futuro, lo que yo sé muy bien, y
lo sé por experiencia, es que no hay nada más entusiasmante, nada que llene
tanto el alma hasta los bordes. Conozco bien lo que es esto de ser periodista y
yo sé que es una gran vocación. Pero es una zapatilla rusa junto al gozo de
tener -si se cree- a Dios entre los dedos o el ver brillar a unos ojos humanos
cuando se alejan, pacificados, de un confesonario.
Es también, lo
sé, una vocación aterradora -porque la palabra de Dios quema al pasar por los
labios-, pero con un terror luminoso y ardiente que bastaría para poner toda la
vida en vilo. Ser cura -lo sepa el mundo o no, lo valore el mundo o no, y
aunque el mundo llegara a prohibirlo- es literalmente un entusiasmo, es decir,
según su etimología, una borrachera de Dios, uno de los pocos vinos que vale la
pena que se le suban a uno a la cabeza. AA
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