Cada vida
humana se inicia a través de un proceso sumamente complejo, que avanza entre
continuas disyuntivas: hacia nuevas etapas de vida o hacia el camino
irreversible que lleva a la muerte.
La inmensa mayoría
de los seres humanos empezamos la aventura del vivir desde el encuentro de dos
gametos, uno paterno y otro materno: es lo que podemos llamar “concepción” o
fecundación. La penetración de un espermatozoide en el citoplasma de un óvulo
permitió el momento “cero”, la fase inicial: empezó a existir un nuevo ser
humano. Luego siguió un desarrolló regulado por leyes concretas, según etapas
más o menos definidas: el desarrollo intrauterino, el desarrollo post-parto,
las demás etapas hasta llegar, si todo ha ido bien, hasta la vida adulta y la
vejez.
Obviamente, no
todos los procesos llegan a completar su ciclo propio ni lo hacen según las
modalidades más comunes: existen innumerables variantes y situaciones que
permiten que muchos procesos queden truncado de modo precoz.
Intuimos en
seguida que estos datos, comprensibles por la ciencia, suponen también una
serie de elementos extracientíficos. Por ejemplo, acoger una terminología con
significados más o menos precisos; aceptar la validez del recurso a ciertos instrumentos
como fuente segura de conocimientos; interpretar los datos observados en un
contexto comunitario (no sin razón se habla de “comunidad científica”) y desde
ideas más o menos definidas.
El estudio
científico sobre el ser humano está, por lo tanto, en un contacto fecundo con
aquellas reflexiones que las ciencias humanas, la filosofía, la religión, y
otras disciplinas, ofrecen a la hora de explicar lo que significa “ser hombre”.
Es cierto que un biólogo puede decir que la fecundación humana sigue más o
menos los mismos mecanismos que se dan en otros mamíferos similares a la
especie humana. Pero el biólogo sabe que toda fecundación en el mundo humano
está rodeada de un contexto cultural que va más allá de lo que pueda decir su
ciencia empírica.
Así, por
ejemplo, una concepción puede ocurrir a raíz de una relación sexual entre
esposos que se quieren, o entre esposos que viven en una dramática situación de
violencia doméstica, o entre novios, o entre amigos ocasionales, o como
resultado de una violación, o a raíz de una inseminación artificial, o desde la
fecundación in vitro (FIVET) o desde la ICSI. Cada una de estas modalidades
puede tener un número elevado de “variantes” (edades de los padres,
circunstancias humanas en la historia de la mujer, del varón, de la familia, de
la ciudad, del país, etc.) que superan en mucho la frialdad del dato
científico.
Esta simple
enumeración nos hace ver que cada concepción humana queda enmarcada en una
enorme cantidad de dimensiones extracientíficas. Considerarla simplemente como
un evento más en el mundo de los intercambios entre seres vivos del planeta
significa aplicar una óptica reductiva y empobrecedora. Una óptica que, según
algunos, sería propia de la “seriedad” del método científico, pero que en
realidad muestra cómo, al hablar del ser humano, el científico necesita
reconocer que está delante de “algo” que va mucho más allá de lo que pueda ser
visto desde el microscopio y desde los análisis de componentes químicos.
Querer
prescindir de ese “algo” en nombre de la ciencia no es más que una curiosa
falacia. En el fondo, implica asumir un presupuesto filosófico implícito: “la
ciencia debe limitarse a estudiar al embrión (ahora lo llaman pre-embrión si no
ha llegado a los 14 días de vida) desde una perspectiva neutral para alcanzar
conocimientos válidos y universalizables, lo cual implica excluir cualquier
interferencia no científica en la realización de los experimentos sobre
embriones”. Tal presupuesto va más allá de la ciencia, supone el uso de una
visión filosófica concreta, en la que quedan excluidas otras perspectivas
filosóficas y antropológicas de importancia.
Se hace
necesario, por lo tanto, escuchar voces de otras instancias humanas.
Especialmente de la filosofía y de las religiones, que han evidenciado durante
siglos la singularidad del hombre entre las formas vivientes que compartimos el
mismo planeta tierra, que han exigido para nuestra especie un trato
“privilegiado”. Las elaboraciones de teorías éticas y de legislaciones
destinadas a una mayor tutela de la vida humana son algunos de los mejores
resultados de esta comprensión filosófico-religiosa de la dignidad del hombre.
Allí donde tal comprensión es puesta entre paréntesis por presupuestos de tipo
materialista y reduccionista, se producen graves atropellos sobre millones de
seres humanos, que pueden ser tratados con graves formas de brutalidad y de
violencia (abortos, infanticidios, genocidios, etc.).
El origen de
cualquier vida humana no puede ser, por lo tanto, objeto de un simple estudio
de laboratorio. En el hombre hay algo muy peculiar, que el mundo antiguo y
medieval denominó con la fórmula “alma espiritual”. Tal peculiaridad nos lleva
a estudiar y reflexionar sobre la reproducción (mejor sería hablar de
“procreación”) humana con presupuestos éticos irrenunciables, so pena de caer
en mentalidades que vean a los hombres (en su fase embrionaria, fetal, infantil
o adulta) simplemente como “medios” para el progreso científico o para
satisfacer los deseos de algunos grupos de poder. Grupos de poder que buscan
someter las vidas de los más pequeños e indefensos en función de intereses que
nunca pueden justificar la muerte de ningún ser humano.
Podremos
evitar nuevos abusos, experimentos sobre embriones, fetos, niños, adultos o
ancianos, con la ayuda de una sana filosofía. Hoy es, quizá, una de las tareas
más urgentes. Para nuestro bien y el de las generaciones futuras. FP
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