Texto del
Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel
tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a
los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo,
otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh
Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos,
adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el
diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a
distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo
que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce
será humillado; y el que se humille será ensalzado».
«Todo el que se ensalce será
humillado; y el que se humille será ensalzado»
Comentario:
Rev. D. David COMPTE i Verdaguer (Manlleu, Barcelona, España)
Hoy, inmersos en la cultura de la imagen, el
Evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido. Pero
vayamos por partes.
En el pasaje que contemplamos vemos que en la
persona hay un nudo con tres cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo
si uno no tiene presentes las tres cuerdas mencionadas. La primera nos
relaciona con Dios; la segunda, con los otros; y la tercera, con nosotros
mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quien se dirige Jesús «se tenían por
justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9) y, de esta manera, rezaban mal.
¡Las tres cuerdas están siempre relacionadas!
¿Cómo fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es
el secreto para deshacer el nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva
parábola: la humildad. Así mismo lo expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad
es la verdad».
Es cierto: la humildad nos permite reconocer la
verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos.
La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos, y nos permite
presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad reconoce también los
dones del otro. Es más, se alegra de ellos.
Finalmente, la humildad es también la base de la
relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo lleva una
vida irreprochable, con las prácticas religiosas semanales e, incluso, ¡ejerce
la limosna! Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos.
Tenemos cerca la Semana Santa. Pronto
contemplaremos — ¡una vez más!— a Cristo en la Cruz: «El Señor crucificado es
un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (San Juan
Pablo II). Allí veremos cómo, ante la súplica de Dimas —«Jesús, acuérdate de mí
cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42) — el Señor responde con una “canonización
fulminante”, sin precedentes: «En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en
el paraíso» (Lc 23,43). Este personaje era un asesino que queda, finalmente,
canonizado por el propio Cristo antes de morir.
Es un caso inédito y, para nosotros, un
consuelo...: la santidad no la “fabricamos” nosotros, sino que la otorga Dios,
si Él encuentra en nosotros un corazón humilde y converso.
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