Martirologio Romano: En Palestina, en la ribera del Jordán, san Gerásimo, anacoreta, que
en tiempo del emperador Zenón, convertido a la fe ortodoxa por obra de san
Eutimio, se entregó a grandes penitencias, ofreciendo a todos los que bajo su
dirección se ejercitaban en la vida monástica, la norma de una integérrima
disciplina y el modo de sustentarse (475).
San Gerásimo nació en Licia de Asia Menor, donde
abrazó la vida eremítica. Después pasó a Palestina y, durante algún tiempo cayó
en los errores eutiquianos, pero San Eutimio le devolvió a la verdadera fe.
Más tarde, parece que estuvo en varias comunidades
de la Tebaida y finalmente, retornó a Palestina, donde se hizo íntimo amigo de
San Juan el Silencioso, de San Sabas, de San Teoctisto y de San Atanasio de
Jerusalén. Tan numerosos fueron sus discípulos, que el santo fundó una “laura”
de sesenta celdas, cerca del Jordán y un convento para los principiantes. Sus
monjes guardaban silencio casi completo, dormían en lechos de juncos y jamás
encendían fuego dentro de las celdas, a pesar de que las puertas tenían que
estar siempre abiertas.
Se alimentaban ordinariamente de pan, dátiles y
agua y dividían el tiempo entre la oración y el trabajo manual. A cada monje se
asignaba un trabajo determinado, que debía estar listo el sábado siguiente.
Aunque la regla ya era severa, San Gerásimo la hacía todavía más rigurosa para
sí y nunca cesó de hacer penitencia por su caída en la herejía eutiquiana.
Según se cuenta, durante la cuaresma, su único alimento era la Sagrada
Eucaristía. San Eutimio le profesaba tal estima, que le enviaba, por medio de
los discípulos, a aquellos de sus seguidores a quienes consideraba llamados a
la más alta perfección. La fama de San Gerásimo sólo cedía a la de San Sabas.
El año 451, durante el Concilio de Calcedonia, su nombre sonó en todo el
oriente. La “laura” que él había fundado florecía todavía un siglo después de
su muerte.
En el “Prado Espiritual” Juan Mosco nos ha dejado
una anécdota encantadora. Un día en que el santo se hallaba a orillas del
Jordán, se le acercó cojeando penosamente un león. Gerásimo examinó la zarpa
herida, extrajo de ella una aguda espina y lavó y vendó la pata de la fiera. El
león se quedó desde entonces con el santo y fue tan manso como cualquier otro
animal doméstico.
En el monasterio había un asno, que los monjes
utilizaban para ir a traer agua, y éstos hacían que el león cuidara del asno
cuando iba a pastar; pero un día, unos mercaderes árabes se lo robaron y el
león volvió sólo y muy deprimido al convento. A las preguntas de los monjes, el
león respondía con miradas lastimeras. El abad le dijo: “Tú te comiste al asno.
Bendito sea Dios por ello. Pero de ahora en adelante tú harás el trabajo del
asno”. El león tuvo que acarrear agua para la comunidad. Poco tiempo después,
los mercaderes árabes pasaron de regreso con el asno y tres camellos; el león
les puso en fuga, cogió entre los dientes la brida del asno y lo llevó
triunfalmente al monasterio, junto con los camellos. San Gerásimo reconoció su
error y dio al león el nombre de Jordán.
Cuando murió el anciano abad, el león estaba
desconsolado. El nuevo abad le dijo: “Jordán, nuestro amigo nos ha dejado
huérfanos para ir a reunirse con el Amo a quien servía; pero tú tienes que
seguir comiendo”, pero el león siguió rugiendo tristemente. Finalmente el abad,
que se llamaba Sabacio, condujo al león a la tumba de Gerásimo y, arrodillándose
junto a ella, le dijo: “Aquí está enterrado tu amo”. El león se echó sobre la
tumba y empezó a golpearse la cabeza contra la tierra; nadie pudo apartarle de
ahí y pocos días más tarde le encontraron muerto. Según algunos autores, el
león que se ha convertido en el símbolo de San Jerónimo era en realidad el de
San Gerásimo. La confusión se originó probablemente de la grafía “Geronimus” de
ciertos documentos.
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