Texto del Evangelio (Lc 9,28-36): En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió
al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se
mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban
con Él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y
hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño,
pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban
con Él. Y sucedió que, al separarse ellos de Él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro,
bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías», sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas
cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se
llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube, que decía: «Este es mi Hijo,
mi Elegido; escuchadle». Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo.
Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían
visto.
«Jesús subió al monte a orar»
Comentario: Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós
(Barcelona, España)
Hoy, segundo domingo
de Cuaresma, la liturgia de la palabra nos trae invariablemente el episodio
evangélico de la Transfiguración del Señor. Este año con los matices propios de
san Lucas. El tercer evangelista es quien subraya más intensamente a Jesús
orante, el Hijo que está permanentemente unido al Padre a través de la oración
personal, a veces íntima, escondida, a veces en presencia de sus discípulos,
llena de la alegría del Espíritu Santo. Fijémonos, pues, que Lucas es el único
de los sinópticos que comienza la narración de este relato así: «Jesús (...)
subió al monte a orar» (Lc 9,28), y, por tanto, también es el que especifica
que la transfiguración del Maestro se produjo «mientras oraba» (Lc 9,29). No es
éste un hecho secundario.
La oración es
presentada como el contexto idóneo, natural, para la visión de la gloria de
Cristo: cuando Pedro, Juan y Santiago se despertaron, «vieron su gloria» (Lc
9,32). Pero no solamente la de Él, sino también la gloria que ya Dios manifestó
en la Ley y los Profetas; éstos —dice el evangelista— «aparecían en gloria» (Lc
9,31). Efectivamente, también ellos encuentran el propio esplendor cuando el
Hijo habla al Padre en el amor del Espíritu. Así, en el corazón de la Trinidad,
la Pascua de Jesús, «su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,31) es
el signo que manifiesta el designio de Dios desde siempre, llevado a término en
el seno de la historia de Israel, hasta el cumplimiento definitivo, en la
plenitud de los tiempos, en la muerte y la resurrección de Jesús, el Hijo
encarnado. Nos viene bien recordar, en esta Cuaresma y siempre, que solamente
si dejamos aflorar el Espíritu de piedad en nuestra vida, estableciendo con el
Señor una relación familiar, inseparable, podremos gozar de la contemplación de
su gloria. Es urgente dejarnos impresionar por la visión del rostro del
Transfigurado. A nuestra vivencia cristiana quizá le sobran palabras y le falta
estupor, aquel que hizo de Pedro y de sus compañeros testigos auténticos de
Cristo viviente.
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