Es
curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para
otros y muy difícil de darse en sus propias circunstancias. Corremos el peligro
de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el
vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con grandes acontecimientos,
con poder disponer de una gran cantidad de dinero, gozar de una salud sin
fisuras, tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, protagonizar
grandes logros del tipo que sea. Pero la realidad luego resulta bastante
distinta a eso.
La prueba
es que la gente más rica, o más poderosa, o más atractiva, o que mejor dotada
está, no coincide con la gente más feliz. Para verlo, basta con echar una
ojeada a las revistas del corazón. El dinero y las posesiones son en sí mismas
un espejismo de la auténtica felicidad. La fama tampoco aporta demasiado por sí
misma; es más, el hombre famoso necesita de una madurez especial para saber
asumir bien su encumbramiento, sin que le produzca un desequilibrio emocional
(además, es centro de atención de muchas miradas, que le siguen muy de cerca y
suelen juzgarle con especial severidad).
Tampoco
parece que disponer de un gran talento o gozar de muy buena salud sean el punto
clave. Son cosas que pueden favorecer, que pueden crear un clima propicio para
sentirse feliz, pero no siempre es así, pues todos hemos visto muchos ejemplos
de personas muy inteligentes que han arruinado completamente sus vidas, o de
otros que, por el contrario, con ocasión de la enfermedad han descubierto una
nueva dimensión de su vida y han madurado y sido mucho más felices.
Tampoco es que
para ser feliz haya que ser tonto, enfermo o desafortunado. También entre ésos,
como entre todos, unos se sentirán felices y otros no. Parece que la felicidad
y la infelicidad provienen de otras cosas, de cosas que están más en el
interior de la persona, en el talante con que plantea su vida.
Por ejemplo,
muchas veces sufrimos, o nos embarga como un sentimiento de desánimo, o de
agobio, o de fatiga interior, y no hay a primera vista una explicación externa
clara, porque no hemos tenido ningún contratiempo serio, ni tenemos hambre, ni
sed, ni sueño, ni nos faltan la salud o las comodidades que son razonables.
Son dolores
íntimos, y si investigamos un poco llegamos a descubrir que están causados por
nosotros mismos: muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos
examinamos con sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de
nuestro estado interior, de nuestra pereza, de pequeños egoísmos, envidias,
susceptibilidades, etc. En definitiva, de errores personales que nos producen
una decepción.
Sin embargo,
hay que pensar que es precisamente esa decepción la que nos brinda la
oportunidad de mejorar y ser más felices. Igual que el dolor físico tiene la
inestimable utilidad de avisar de que algo en nuestro cuerpo no va bien, esos
dolores de que hablamos nos advierten de que algo en nuestro interior debe
cambiar. Es positivo —además de natural— que notemos con intensidad el peso de
nuestros errores: si no fuera así, sería muy difícil que nos corrigiéramos.
Quizá el
aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción: aceptar que las cosas
—empezando por la realidad de nosotros mismos— no son como las queríamos, como
las pensábamos, o como nos las habían contado; que las cosas no son tan
sencillas, que la vida no es tan fácil. Pero, como ha escrito Enrique Rojas, la
conquista de la felicidad no es algo a lo que se llega de modo improvisado o
casual; se alcanza tras un largo esfuerzo sobre nosotros mismos, es como una
obra de ingeniería personal continuada. AA
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