La esterilidad
es un problema viejo. La medicina ofrece cada vez nuevas técnicas para
solucionarlo, en la medida de lo posible. Pero no siempre un tratamiento lleva
al nacimiento del deseado hijo, y los sacrificios y gastos para lograrlo son a
veces muy elevados.
Conviene, sin
embargo, no olvidar que los padres no tienen un derecho absoluto a tener todos
los hijos que desearían. De lo contrario, habría un deber del estado de dar
hijos a quienes no los tienen o tienen menos de los deseados. En cambio, los
padres sí tienen derecho a cierta asistencia sanitaria que pueda ayudar a
superar, de un modo ético, la esterilidad. Una vez curado el problema, quedaría
abierta la posibilidad del nacimiento del deseado hijo.
La primera
ayuda que hay que ofrecer, por tanto, consiste en individulizar las causas por
las que un matrimonio no concibe un hijo. A veces se trata de problemas del
esposo. Tal vez sus testículos producen pocos espermatozoides, espermatozoides
inmaduros o desprovistos del alimento necesario para llegar a fecundar un
óvulo. Otras veces nos encontramos ante el problema de la impotencia, que no es
fácil de curar, aunque existen técnicas que pueden ayudar en este sentido,
siempre que se respete la dignidad del matrimonio.
Otras veces el
problema se encuentra en la esposa. Quizá tiene una ovulación irregular,
problemas de oclusión de las trompas, una edad muy avanzada, o simplemente
puede iniciar el embarazo pero pierde al hijo en las primeras semanas o meses
de crecimiento en el útero.
Un tercer
grupo de problemas es de incompatibilidad ‘fisiológica’ entre los esposos: la
vagina de la esposa reacciona de un modo muy agresivo contra los espermatozoides
del esposo, por lo que la concepción resulta prácticamente imposible.
Como ya vimos,
una técnica será respetuosa de la pareja si busca eliminar el problema, si
trabaja por ayudar a los esposos a tener el deseado hijo. Algunas veces se
tratará de regularizar el ciclo hormonal femenino. Otras veces se darán
medicinas para curar un útero dañado. Quizá incluso haya que realizar alguna
pequeña operación para que el complejo sistema femenino pueda ser curado y
estar listo para la acogida del hijo.
Junto a estas
técnicas reparadoras, existen otras técnicas que sustituyen a los esposos en su
papel principal como progenitores. Se trata de técnicas que dejan en manos de
los científicos la concepción y los primeros momentos de vida del hijo. De un
modo especial la FIVET (fecundación in vitro con transferencia de embriones,
conocida también como FIVTE, FIV o, en inglés, IVF) hace que el laboratorio
tome un protagonismo enorme a la hora de que inicia la vida de los hijos. Algo
parecido se puede decir de la microinyección de un espermatozoide en el óvulo
(conocida como ICSI).
La FIVET, como
otras técnicas, tiene muchas variantes. La primera es la distinción entre FIVET
homóloga (toma óvulos y espermatozoides de los mismos esposos) y FIVET
heteróloga (recurre a una persona extraña a la pareja, un donador de esperma o
de óvulos). Ya esta segunda modalidad nos indica que algo no va bien, pues el
hijo que nace de una FIVET heteróloga recibe parte de su patrimonio genético de
un desconocido, y el padre (o la madre) que se ve sustituido por un extraño
sabe que ‘su’ hijo no es plenamente suyo.
La FIVET
encierra riesgos muy graves. Imaginemos que se trata de una FIVET homóloga. La
pareja va a la clínica. Después de los primeros análisis, la mujer recibe un
tratamiento especial para estimular su ovulación. Pasados algunos días, se
extraen de los ovarios varios óvulos maduros (pueden ser tres, cinco o incluso
diez), y luego se toma el esperma del esposo (normalmente por medio de la
masturbación, lo cual no armoniza con lo que debe ser una vida conyugal
auténtica).
En este
momento, los médicos tienen en su poder lo más íntimo de los esposos, sus
células reproductivas. ¿Qué harán? Esperamos que sean honestos, que usen esos
óvulos y esos espermatozoides sólo para ‘crear hijos’, y no para experimentar
con ellos o para darlos a otras personas... Supuesta esta honestidad, y después
de alguna preparación previa, colocarán en una probeta de laboratorio óvulos y
espermatozoides, y esperarán a que se produzca el gran prodigio: la fecundación.
Al poco
tiempo, los científicos observan los resultados. Ven cuántos óvulos han quedado
fecundados. Dan la gran noticia a los esposos que empiezan a ser padres.
Imaginemos que les dicen que han sido concebidos seis hijos. ¿Qué se hace con
ellos? El médico dirá, normalmente, que resulta útil transferir al útero de la
esposa dos o tres de ellos, mientras que los demás pueden ser congelados y
guardados como ‘material de reserva’. Si el primer intento no funciona, tenemos
así hijos ‘sobrantes’ para probar una segunda vez.
Imaginemos,
por el contrario, que los tres embriones que entran en la madre se implantan en
el útero y empiezan a crecer. ¡Trillizos a la vista! De nuevo, el médico
pregunta a los esposos: “¿Quieren tres? ¿O prefieren menos? Además, tres es un
poco peligroso...” Como quien no quiere la cosa, propone la ‘reducción
embrionaria’ que no es sino un término inventado para decir: eliminemos a los
que sobran, hagamos un aborto...
¿Qué pasa con
los embriones-hijos congelados? Están ahí, en una situación de enorme
injusticia, en manos de los médicos y, quizá, olvidados por sus padres, que
pueden quedar contentos si han tenido el éxito al primer intento.
Desde luego,
hay muchos más aspectos en juego y muchos más problemas que surgen cuando la
técnica llega a tener tantas posibilidades de poseer y manipular la vida en sus
primeros momentos. Por eso, una sociedad civil tiene que preguntarse, con
seriedad, si técnicas como la FIVET son éticamente correctas y justas o si nos
hieren en nuestra dignidad. Los adultos estamos llamados a respetar a cada ser
humano por lo que es, y no según nuestros intereses o nuestros planes
personales. Cada injusticia que cometemos con nuestros hijos (aunque tengan
solamente una célula y pocas horas de vida) nos daña sobre todo a nosotros,
pues nos hace injustos, nos aleja de nuestros deberes hacia los propios hijos
en sus primeros momentos de existencia.
El que muchos
laboratorios ofrezcan hoy día la posibilidad de la FIVET y de la ICSI no debe
impedirnos una reacción ciudadana para defender a los más débiles. Una ley que
prohíbe técnicas tan injustas puede ser una señal de madurez y de progreso.
Cualquier nación democrática debería ser capaz de dar un paso en este sentido,
a pesar de que pueda doler a la ‘industria de los embriones’ (la expresión ya
nos dice lo triste que es tratar al hombre como un objeto de producción...).
También la abolición de la esclavitud significó un duro golpe a grupos muy
poderosos de la sociedad, que temieron perder su ‘competitividad’ en el
mercado.
La dignidad de
cada hijo vale mucho más que el progreso científico. Hoy, en los inicios del
tercer milenio, hay que saber defender, con humanidad y con justicia, a
nuestros hijos de técnicas que no les respetan. Como tampoco respetan a quienes
las apoyan, aunque tengan enormes capitales y logren ‘resultados’ aplaudidos
por muchos. FP
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