Hay una
pregunta que surge ante programas, conferencias y clases de bioética que buscan
explicar esta materia como si fuese algo plenamente racional y abierto a todos:
¿puede existir una bioética sin Dios?
La respuesta
exigiría un camino largo de desarrollo. Pero a modo de breve inicio, podríamos
decir que no, porque no puede darse una ética completa sin abrirse a la
espiritualidad humana, y porque no se llega a fundar bien la espiritualidad sin
reconocer a Dios.
La ética
supone, en primer lugar, que el hombre puede conocer de un modo superior al
sensible. No se limita a ver, a oler, a gustar, a tocar. Va más allá de lo que
oye y mira, puede pensar desde ideas universales, está abierto a la verdad.
La ética
supone, en segundo lugar, que el hombre puede decidir desde principios
superiores, que van más allá del gusto inmediato, del ronroneo del estómago, de
la avidez de los ojos. Por tener una inteligencia y una voluntad podemos decir
‘no’ a los caprichos y ‘sí’ a la verdad, al bien, a la justicia, al amor. Por
desgracia, también ocurre lo contrario, pero entonces actuamos de modo injusto,
malo, destructivo.
Desde estas
dos suposiciones, hace falta dar un paso ulterior: si pensamos, si decidimos
más allá de lo material, es porque somos espirituales. Admitir la
espiritualidad nos pone por encima de los átomos y de los campos magnéticos.
Además, nos abre al horizonte de Dios, el único ser que puede dar origen a
seres dotados de espiritualidad, capaces de vivir éticamente.
La explicación
queda, así, esbozada en su forma más esquelética, pero no por ello menos
verdadera. Si no hay ética sin espiritualidad, y sin no hay espiritualidad sin
Dios, entonces no puede haber bioética sin Dios.
Por eso
resulta anómalo intentar construir una sana bioética sin Dios, como si bastase
con hacer girar, en torno a ella, datos de la medicina, de la biología, del
derecho, de la antropología, y de otras disciplinas implicadas.
El hombre no
se comprende a sí mismo sin reconocer su origen en Dios y su orientación a
continuar su existencia tras la muerte. Admitirlo no sólo como presupuesto,
sino como auténtica columna vertebral de la propia reflexión, hará posible que
la bioética no quede coja o mutilada, sino que refleje de modo más perfecto un
objetivo irrenunciable: promover el respeto a la vida humana y a otras formas
de vida relacionadas con el hombre desde un fundamento rico e indestructible:
Dios. FP
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