“La
indiferencia a nuestro pasado cristiano contribuye a la indiferencia de la
defensa de nuestros valores e instituciones en el presente”- (Charles
Chaput, Arzobispo de Denver, USA).
Vivimos en el presente, pero no por eso podemos
omitir y borrar lo que hemos sido, cómo surgieron los países de Occidente, y si
sabemos que hoy vivimos en un mundo interconectado económica y socialmente,
tenemos que hablar cada vez con mayor seguridad del hecho de que ni la política
ni la economía son las fuerzas-guía de la historia de la humanidad, sino la
cultura de la gente, lo que han valorado y venerado en su pasado y tradición.
Esto es lo que da forma a una sociedad.
Hace ya algunos años, en la sede de la
Organización de las Naciones Unidas retumbaron las siguientes palabras: “La política de las naciones… no puede
ignorar jamás la trascendente dimensión espiritual de la experiencia humana y
no podrá ignorarla sin dañar la causa del hombre y la causa de la libertad
humana. Lo que disminuya al hombre –lo que acorte el horizonte de las
aspiraciones humanas a la bondad– daña la causa de la libertad. Para recobrar
nuestra esperanza y confianza… necesitamos volver a ver aquel horizonte de
posibilidad hacia el que aspira el alma del hombre”- (Juan Pablo II en la
ONU, 1995)
En esta era
de globalización, los retos que confrontan los católicos en toda América son
los mismos que confrontan en Europa: estamos enfrentando una agresiva visión
política secular y un modelo económico de consumo que resulta –en la práctica,
si no con un intento explícito–, en una nueva forma de ateísmo impulsado por
los Estados. Para decirlo de otra forma, la manera de ver el mundo que dio
cabida a la gran omisión de ideologías del siglo pasado, está aún viva. Su
lenguaje es menos fuerte, sus intenciones parecen más amables y su cara es más
amigable. Pero su impulso oculto no ha cambiado, esto es: la meta de construir una sociedad lejos de
Dios; un mundo en donde hombre y mujer sean totalmente suficientes por
sí mismos, satisfaciendo sus deseos y necesidades a través de su propia
ingenuidad.
Esta visión
presume un mundo ‘pos-cristiano’ regido sólo por la racionalidad, la
tecnología, la ingeniería social. De allí que la religión tendría un lugar en
esta visión mundial sólo como accesorio de una forma de vida individualista. En
esta nueva visión, la gente tiene libertad de creer y venerar a quien o lo que
desee, siempre y cuando mantenga esas creencias para sí y no intenten
introducir sus idearios religiosos en los activos del gobierno, de la economía
o de la cultura. Esto podría sonar para algunos como un modo razonable de
organizar una sociedad moderna que incluya un amplio campo de tradiciones
étnicas, religiosas y culturales, diferentes filosofías y modos de vida. Sin
embargo, nuestras sociedades en Occidente son cristianas de nacimiento y su
sobrevivencia depende de la capacidad de sus valores cristianos.
En México,
por ejemplo, quién puede olvidar aquel 13 de mayo de 1524 en San Juan de Ulúa,
Veracruz, cuando desembarcan doce frailes franciscanos que venían bajo las
órdenes de Fray Martín de Valencia. Con ellos se inició de modo sistemático la
evangelización del territorio que sería conocido como Virreinato de la Nueva
España. Dos años después, en 1526, llegan los dominicos y en 1533 los
agustinos. Todos ellos llegan con la misma encomienda: predicar el Evangelio.
Tiene además lugar un acontecimiento sorprendente: el 12 de diciembre de 1531
culminan las Apariciones del Tepeyac a San Juan Diego y dentro de ellas, la
Virgen de Guadalupe se muestra como Madre espiritual de los habitantes de estas
tierras.
El núcleo de nuestros principios está basado en gran medida en la
moralidad del Evangelio y en la visión cristiana del hombre y del gobierno. Y no estamos hablando acerca
de teología cristiana o ideas religiosas. Estamos hablando de la fuerza unitiva
de nuestras sociedades –gobierno representativo y separación de poderes;
libertad de religión y conciencia y, lo más importante, la dignidad de la
persona humana. Esta verdad acerca de la unidad esencial de Occidente tiene un
corolario –como indica Monseñor Chaput--: “Si quitamos a Cristo, quitamos el único fundamento de nuestros valores,
instituciones y modo de vida. La defensa de los ideales
occidentales es la única protección que nosotros y nuestros vecinos tenemos
contra el descenso a nuevas formas de represión”.
Hoy, el
relativismo es la religión civil y la filosofía pública de Occidente y sus
argumentos pueden ser persuasivos. Ante el pluralismo del mundo moderno,
parece tener sentido el que la sociedad quiera afirmar que ningún grupo
individual tiene el monopolio de la verdad; que lo que una persona considera
bueno y deseable, otros no. En la práctica, sin embargo, vemos que sin fe en principios morales fijos y
verdaderamente trascendentales, nuestras instituciones políticas y el lenguaje
se convierten en instrumentos al servicio de un nuevo barbarismo. En nombre de
la tolerancia se puede tolerar la más cruel intolerancia; el
respeto a otras culturas puede convertirse en menosprecio de la nuestra; la
enseñanza ‘vivir y dejar vivir’ justifica la vida del fuerte a expensas del
débil.
Joseph
Ratzinger nos decía que, cuando se cree en dioses menores, como el éxito, el
dinero, la fama, el poder o el goce, los principios morales tienden a separarse
del principio que los fundamenta; dejan de ser valores absolutos y se
convierten en estrategias de acción acomodadas a las circunstancias.
Cuando hay
crítica a virtudes como el dominio de sí, la templanza, la decencia, el pudor,
el orden o la disciplina, cuando éstas se repudian, esto es consecuencia del
vano empeño en fundamentar la moral al margen de la religión.
Cuando la moralidad
degenera, las palabras ‘bueno’ y ‘malo’ pierden significación filosófica, se
trivializan y se convierten en instrumentos de propaganda social. El olvido del
Dios trascendente impide asentar sólidamente valores absolutos. Esto ayuda
al entendimiento de las injusticias fundamentales en el mundo occidental de
hoy: el crimen del aborto, el infanticidio, la eutanasia, etc., tienen como
meta la eliminación del débil, del discapacitado y del achacoso anciano. Sin tener la base en Dios o en la
Verdad superior, nuestras instituciones democráticas pueden convertirse
fácilmente en armas contra el débil y contra nuestra propia dignidad humana.
A partir de
la llamada ‘revolución sexual’, se dan casos de alteración poblacional, como es
el caso de Europa Occidental en donde antes, cuatro jóvenes trabajaban para
sostener la jubilación de un anciano; pero hoy día la jubilación de cuatro
ancianos recae sobre el trabajo de un joven. Es bien conocido el hecho de
que los valores cristianos que más irritan al Occidente secular son aquellos
respecto al rechazo al aborto, la sexualidad y el matrimonio entre varón y
mujer. Éstos expresan la verdad sobre la fertilidad humana, su significado y
destino. Estas verdades son subversivas en un mundo en donde nos hacen creer
que Dios no es necesario y que la vida humana no tiene ninguna naturaleza
inherente ni propósito.
Ante esto,
se antepone el amor de Dios hacia nosotros. El amor de Dios es tan grande, que no quiere que nada nos separe de
Él. El bien que Dios desea para los humanos es más fuerte y más
vital que nosotros mismos, que nuestro cuerpo como humanos.
Y si
pensamos en lo que Cristo quiere de ti y de mí, Él quiere que nos arrepintamos
y volteemos a verlo con todo el corazón. Cuando hacemos esto, empezamos a tener
un concepto significativo de la vida, aun en los peores momentos. Este nuevo
concepto de la vida, antepone los bienes espirituales, las relaciones
interpersonales y el servicio a los demás por encima de todas las impostoras y
engañosas promesas que prometen visiones de felicidad, pero que finalmente no
llegan a satisfacer totalmente como son: el dinero, las compras, el prestigio,
la comodidad, el poder, el placer, los regalos, etc. Ver a través de los Ojos de Cristo, es la
única misión que vale la pena, pues Él ve a través de los tuyos.
No vivas como si estuvieras solo; el hombre solo es prisionero de sí mismo. No hay que
sentirse solo, porque así estás perdiendo el camino. Participemos en la dicha
de la divina amistad del Señor. De esta manera, se hace fácil compartir con Él
nuestros deberes, nuestros afanes, nuestra vida diaria, nuestros deberes
profesionales y los de ciudadano.
El presente,
si es difícil, por todo lo que a diario vemos, conocemos o experimentamos,
puede ser vivido y aceptado si nos lleva a un fin, y si podemos estar seguros
de ese fin, y si ese fin es lo suficientemente grandioso para justificar el
esfuerzo de la jornada. ¿Y cuál es ese fin? El fin es Jesucristo, quien es el
mismo ayer, hoy y siempre.
Si ofrecemos
nuestros sufrimientos y los ofrecemos en unión con los sufrimientos de Cristo,
Él los convierte en un signo de esperanza. Somos como tirados al mar aventados
por las olas, pero tenemos el ancla de la esperanza que Dios nos concede en
esta Tierra. ¿Qué más podemos hacer? Simplemente creer en lo que decimos que
creemos. Después, probarlo con nuestras propias vidas, vivir como cristianos,
amar a los demás a través de estas verdades.
En palabras
de Pablo VI: “Será sobre todo mediante su
conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir,
mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego
a los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una
palabra, de santidad”. NMA
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