Hoy queremos hablar del gran regalo que Dios nos ha hecho con
la oración. El poder hablar con Dios es una condescendencia divina que no la
podemos comprender.
Cuando oramos, cuando se abren nuestros labios para rezar,
pensamos que somos nosotros los que hemos tenido la iniciativa. Y ha sido Dios quien nos ha buscado, quien ha elevado
nuestro pensamiento, quien nos ha dictado las palabras, quien ha fomentado
nuestros sentimientos.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice claramente que
la oración es primero una llamada de Dios, y después una respuesta nuestra. La
oración es, por lo mismo y ante todo, una gracia de Dios. ¿Es posible que Dios tenga necesidad de nosotros? ¿Es
posible que sea Dios el que nos busque? ¿Es posible que sea Dios quien salga a
nuestro encuentro?... Solamente el
cristianismo sabe responder que sí. Porque solamente Jesús nos ha dicho que
Dios es nuestro Padre, un Padre que nos ama. Y el padre que ama, no puede pasar
sin hablar con el hijo querido.
¿Sabemos lo que nos pasa cuando queremos orar? Nos ocurre lo
mismo que a la Samaritana junto al pozo de Jacob, como nos cuenta Juan en su
Evangelio. ¿A qué se redujo la petición de la Samaritana, aquella mujer de seis
maridos y siempre insatisfecha?
Pues, a reconocer que tenía sed. Y, por eso, pidió a Jesús:
- ¡Dame, dame de esa
agua tuya, para que no tenga más sed en adelante!
La pobre no se daba cuenta de que había sido Jesús el primero
que había pedido agua:
- ¡Mujer, dame de
beber!...
Y ella le daba al fin el corazón, porque Jesús se había
adelantado a pedírselo.
La oración es una comunicación entre Dios y nosotros. Tenemos
un corazón inmenso, con capacidad insondable de amar y de ser amados. Sólo Dios
puede llenar esas ansias infinitas. Por eso nos atrae, nos llama, y, si le
respondemos con la oración ansiosa, nos llena de su amor y de su gracia.
Santa Teresa del Niño Jesús, tan querida de todos, lo expresó
de una manera maravillosa con estas palabras, que nos trae el Catecismo de la
Iglesia Católica:
- Para mí, la oración
es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada al cielo, un grito de
reconocimiento y de amor, tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de
la alegría.
La otra Teresa, Teresa de Jesús, había dicho lo mismo con
otras palabras:
- Oración, a mi
parecer, no es otra cosa que tratar de amistad con Aquél que sabemos que nos
ama.
¡Claro! Si Dios me ama, es un amante que no puede pasar sin
mí, y por eso me busca.
¡Claro! Si yo amo a Dios, no me aguanto sin Él, y por eso lo
busco.
¡Claro! Y, cuando nos encontramos, ¿qué hacemos? Como somos
tan amigos, nos ponemos a hablar amistosamente, y no hay manera ni de que Dios
deje de llamarme a la oración, ni de que yo deje de suspirar por pasar en
oración todos los ratos posibles.
La oración resulta ser entonces el termómetro que mide el
calor del corazón. La oración resulta
ser entonces el metro que precisa la distancia que hay entre Dios y yo. La oración resulta ser la balanza que calcula con
exactitud el peso de mi amor. Porque
todos valemos lo que vale nuestro amor. Y
nuestro amor vale lo que vale nuestra oración.
La oración no nace precisamente de nosotros, sino de Dios. Es
Dios el primero en llamar. Es
Dios el primero en darnos sed y ansia del mismo Dios. Es Dios el que impulsa
nuestra oración, por el Espíritu Santo que mora en nosotros. Por lo cual, la
oración es propiamente un don, un regalo de Dios. Y así, tiene pleno sentido
eso de la que la oración no es una carga, sino un alivio; no una obligación
pesada ni aburridora, sino una ocupación deliciosa, la más llevadera y la de
mayor provecho durante toda la jornada...
Al decirnos el Catecismo de la Iglesia Católica que Dios
llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración,
hemos de decir que la oración es una verdadera vocación. ¡Dios que nos llama a
estar con Él!...
Así lo entienden tantos y tantos cristianos, cuya principal
ocupación es gastar horas y más horas en la presencia de Dios.
Como aquel buen campesino, que decía:
- No sé cómo se puede
rezar un Padrenuestro en menos de diez minutos.
Y como lo dijo con esta naturalidad e ingenuidad, le
preguntaron:
- ¿Diez minutos le
cuesta a usted rezar un Padrenuestro? En ese tiempo, y haciéndolo en
particular, se puede rezar casi un Rosario.
- Sí, es lo que hace
mi mujer. Es muy devota, y reza mucho. Pero yo prefiero rezar menos y estar con
mis ojos y mi corazón clavados en Dios.
El buen hombre no se daba cuenta de lo que nos estaba
confesando. Había llegado a lo que se llama la contemplación. Sin palabras, se
pasaba las horas en la presencia de Dios, pues en eso consiste lo que llamamos
vida de oración, o espíritu de oración, que es uno de los mayores regalos que
Dios hace al alma, cuando ésta responde fiel a esa vocación de la oración.
¡Señor! Si Tú nos llamas, ¿por qué no te respondemos? ¡Qué
felices que vamos a ser el día en que nuestra ocupación primera sea ésta:
pasarnos buenos ratos hablando contigo!... PG
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