Allí se habían refugiado, durante la guerra, los soldados de la retaguardia. Por eso, no era raro encontrar casquillos de bala, restos de pólvora o plomo y otros pertrechos, lo que para los niños hacía de ese lugar un sitio aún más fascinante.
Un día, un par de amigos —Mario y Alejandro— se encontraban paseando entre los árboles en busca de algo nuevo. Habían sido compañeros en la escuela y siempre pasaban juntos las vacaciones. El primero todavía vivía en la aldea, pero el otro se había mudado con su familia a la capital. Andaban conversando animadamente sobre cuál sería el futuro de cada uno. Después de todo, ya estaban terminando los estudios secundarios y quizá no volverían a encontrarse.
— Yo voy a ser médico, dijo Alejandro. Me estoy aplicando para entrar en la Universidad. Quiero ayudar a la gente. Me conmovió ver cómo sufrían los soldados durante la guerra por no tener a un doctor que les auxiliara.
Y tú, ¿ya te has decidido?
— Todavía no…, le respondió Mario.
— ¡Pero bueno! Si ya estás terminando el instituto. Tendrás que tomar una determinación.
— A mí también me gustaría elegir una profesión que ayudara a las personas, pero la Medicina no me atrae.
Andaban despacio y la conversación iba alcanzado un clima de reflexión.
De pronto, se fijaron que algo brillaba en un arbusto e instintivamente ambos aceleraron el paso. Era un rosario de madera, desgastado por el uso, cuya cruz de metal relucía a la luz del sol.
— ¡Mira, es un rosario!, exclamó Mario, mientras lo cogía y besaba su crucifijo.
— ¡Va, si es un rosario ordinario!, le retrucó Alejandro.
— Un rosario, por muy simple que sea, nunca es ordinario, le reprendió su amigo. Debemos buscar a su dueño, porque tiene que estar muy triste por haberlo perdido.
Alejandro intentaba disuadirlo, pues la aldea no era tan pequeña… y además que podría pertenecer a uno de los miles de soldados que por allí habían pasado durante la guerra. Mario decidió entonces llevarlo a la ermita que estaba en el centro del bosque y depositarlo a los pies de una imagen de la Virgen. Quién sabe si el que lo había extraviado no iría a buscarlo ahí.
Cuando llegaron a la ermita, Mario le pidió a su amigo que entrara con él para que juntos rezaran a María Santísima, como siempre lo habían hecho, pero Alejandro no quiso acompañarle. Prefirió esperarle afuera, contemplando… las maravillas de la naturaleza.
Habían pasado cinco minutos desde que Mario había entrado.
Quince minutos. ¡Media hora! ¡Y no daba la impresión de que fuera a salir…!
Alejandro estaba impaciente y se preguntaba qué estaría haciendo tanto tiempo dentro de la ermita.
Finalmente, apareció. Y venía sonriendo, como iluminado.
— ¿Pero qué te ha pasado? ¿Por qué has tardado tanto?
— Ya he decidido lo que voy a ser: sacerdote.
— ¿Cómo? ¿Qué ideas son esas?
— Sí, tú serás médico de cuerpos y yo médico de almas. Hoy he visto claramente, delante de Nuestra Señora, cuál sería mi vocación y le he pedido que me ayude a entrar enseguida en el seminario y me transforme en un sacerdote santo.
Alejandro no se atrevió a decir nada más. Regresaron a casa de Mario y cuando se acabaron las vacaciones cada cual siguió su camino: aquel entró en la Facultad de Medicina y éste ingresó en el Seminario Diocesano. Ambos perdieron la pista uno del otro.
Veinte años habían pasado cuando el padre Mario fue designado capellán del Hospital Modelo de la capital.
Allí se encontró con su antiguo amigo, ahora un renombrado médico y cirujano. Había progresado mucho profesionalmente, pero infelizmente se preocupaba tan sólo con asuntos prácticos, sin darle importancia a la vida espiritual.
Un día, el sacerdote y el doctor se encontraron en la habitación de un pobre enfermo que no paraba de quejarse. Tras examinarle, el médico le dijo que no entendía el motivo de aquellos lamentos. La enfermedad estaba remitiendo y no existía una causa orgánica para los dolores que parecía le atormentaban.
— ¡Ay, ay! ¡Ay, doctor! Me voy a morir… y no tendré salvación, repetía el enfermo, angustiado.
El sacerdote se acercó para intentar animarle, exhortándole a que tuviera confianza en la Madre de Dios. Y le invitó a que rezaran juntos el Rosario.
— ¡No me hable de rosarios!
— Pero, ¿por qué? No hay una criatura más dulce y bondadosa que María…
El pobre hombre le contó su historia. Unos veinte años atrás había sido soldado en la guerra. Antes de salir de casa, su madre le había dado un rosario y le hizo que le prometiera que lo llevaría siempre encima y lo rezaría diariamente. El militar atendió aquel pedido durante un tiempo, pero no pudo resistir las burlas de sus compañeros y al pasar por un bosque cercano a una aldea tiró el rosario entre los arbustos.
Desde entonces la conciencia le pesaba enormemente y no se sentía digno de rezar a la Virgen, ni de mirar siquiera a una imagen suya.
El sacerdote y el médico se miraron estupefactos. El lugar del que hablaba era la aldea de su infancia y el rosario ¡el que se habían encontrado!
El padre Mario sacó un rosario de madera de su bolsillo y se lo entregó al enfermo, diciéndole:
— Pues mire, ¡aquí está su rosario!
Si María ha querido que le fuera devuelto, es porque quería manifestarle su perdón.
La fisonomía del enfermo se iluminó. Entonces el sacerdote le contó la escena que ocurrió hacía veinte años atrás y cómo su vocación se la debía a aquel rosario que guardaba de recuerdo por la gracia recibida, y con el que rezaba todos los días.
El doctor oía al padre Mario, bañado en lágrimas. Dándose cuenta de lo mucho que se había alejado de Dios, se preguntaba: “¿De qué sirve ser un gran profesional a costa de dejar abandonada su propia alma?”.
Médico y paciente quisieron confesarse y recuperar la paz. El viejo soldado en poco tiempo recibió el alta y salió del hospital. Y el Dr. Alejandro y el P. Mario aún trabajaron juntos durante muchos años, en plena armonía: uno curaba el cuerpo y el otro llevaba la salud al alma. R
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