La experiencia de buscar convertir nuestro corazón a Dios, que es a lo
que nos invita constantemente la Cuaresma, nace necesariamente de la
experiencia que nosotros tengamos de Dios nuestro Señor. La experiencia del
retorno a Dios, la experiencia de un corazón que se vuelve otra vez a nuestro
Señor nace de un corazón que experimenta auténticamente a Dios. No puede nacer
de un corazón que simplemente contempla sus pecados, ni del que simplemente ve
el mal que ha hecho; tiene que nacer de un corazón que descubre la presencia
misteriosa de Dios en la propia vida.
Durante la Cuaresma muchas veces escuchamos: “tienes que hacer
sacrificios”. Pero la pregunta fundamental sería si estás experimentando más a
Dios nuestro Señor, si te estás acercando más a Él.
En la tradición de la Iglesia, la práctica del Vía Crucis —que la
Iglesia recomienda diariamente durante la Cuaresma y que no es otra cosa sino
el recorrer mentalmente las catorce estaciones que recuerdan los pasos de
nuestro Señor desde que es condenado por Pilatos, hasta el sepulcro—,
necesariamente tiene que llevarnos hacia el interior de nosotros mismos, hacia
la experiencia que nosotros tengamos de Jesucristo nuestro Señor.
Tenemos que ir al fondo de nuestra alma para ahí ver la profundidad que
tiene Dios en nosotros, para ver si ya ha conseguido enraizar, enlazarse con
nosotros, porque solamente así llegamos a la auténtica conversión del corazón.
Al ver lo que Cristo pasó por mí, en su camino a la cruz, tengo que
preguntarme: ¿Qué he hecho yo para convertir mi corazón a Cristo? ¿Qué esfuerzo
he hecho para que mi corazón lo ponga a Él como el centro de mi vida?
Frecuentemente oímos: “es que la vida espiritual es muy costosa”; “es
que seguir a Cristo es muy costoso”; “es que ser un auténtico cristiano es muy
costoso”. Yo me pregunto, ¿qué vale más, lo que a mí me cuesta o lo que yo gano
convirtiéndome a Cristo? Merece la pena todo el esfuerzo interior por reordenar
mi espíritu, por poner mis valores en su lugar, por ser capaz de cambiar
algunos de mis comportamientos, incluso el uso de mi tiempo, la eficacia de mi
testimonio cristiano, convirtiéndome a Cristo, porque con eso gano.
A la persona humana le bastan pequeños detalles para entrar en
penitencia, para entrar en conversión, para entrar dentro de sí misma, pero
podría ser que ante la dificultad, ante los problemas, ante las luchas
interiores o exteriores nosotros no lográramos encontrarnos con Cristo.
Nosotros, que tenemos a Jesucristo todos los días si queremos en la
Eucaristía; nosotros, que tenemos a Jesucristo si queremos en su Palabra en el
Evangelio; nosotros, que tenemos a Jesucristo todos los días en la oración,
podemos dejarlo pasar y poner otros valores por encima de Cristo. ¡Qué serio es
esto, y cómo tiene que hacer que nuestro corazón descubra al auténtico
Jesucristo!
Dirá Jesucristo: “¿De qué te sirve ganar todo el mundo, si pierdes tu
alma? ¿Qué podrás dar tú a cambio de tu alma?” Es cuestión de ver hacia dónde
estamos orientando nuestra alma; es cuestión de ver hacia dónde estamos
poniendo nuestra intención y nuestra vida para luego aplicarlo a nuestras
realidades cotidianas: aplicarlo a nuestra vida conyugal, a nuestra vida
familiar, a nuestra vida social; aplicarlo a mi esfuerzo por el crecimiento
interior en la oración, aplicarlo a mi esfuerzo por enraizar en mi vida las
virtudes.
Cuando en esta Cuaresma escuchemos en nuestros oídos la voz de Cristo
que nos llama a la conversión del espíritu, pidámosle que sea Él quien nos
ayude a convertir el corazón, a transformar nuestra vida, a reordenar nuestra
persona a una auténtica conversión del corazón, a una auténtica vuelta a Dios,
a una auténtica experiencia de nuestro Señor. CS
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