La cercanía a la Semana Santa va haciendo que la Iglesia nos vaya
presentando a Jesucristo en contraposición con sus enemigos. En el Evangelio de
hoy se nos presenta la auténtica razón, la razón profunda que lleva a los
enemigos de Cristo a buscar su muerte. Esta razón es que Cristo se presenta
ante los judíos como el Enviado, el Hijo de Dios. Este conflicto permanente
entre los dirigentes judíos y nuestro Señor, se convierte también para nosotros
en una interrogación, para ver si somos o no capaces de corresponder a la
llamada que Cristo hace a nuestra vida.
Cristo llega a nosotros, y llega exigiendo su verdad; queriendo
mostrarnos la verdad y exigiéndonos que nos comportemos con Él como corresponde
a la verdad. La verdad de Cristo es su dignidad, y nosotros tenemos que
reflexionar si estamos aceptando o no esta dignidad de nuestro Señor. Tenemos
que llegar a reflexionar si en nuestra vida estamos realizando, acogiendo,
teniendo o no, esta verdad de nuestro Señor.
Cristo es el que nos muestra, por encima de todo, el camino de la
verdad. Cristo es el que, por encima de todo, exige de los cristianos, de los
que queremos seguirle, de los que hemos sido redimidos por su sangre, el camino
de la verdad.
Nuestro comportamiento hacia Cristo tiene que respetar esa exigencia del
Señor; no podemos tergiversar a Cristo. No podemos modificar a Cristo según
nuestros criterios, según nuestros juicios. Tenemos necesariamente que aceptar
a Cristo.
Pero, a la alternativa de aceptar a Cristo, se presenta otra alternativa
-la que tomaron los judíos-: recoger piedras para arrojárselas. O aceptamos a
Cristo, o ejecutamos a Cristo. O aceptamos a Cristo en nuestra vida tal y como
Él es en la verdad, o estamos ejecutando a Cristo.
Esto podría ser para nosotros una especie de reticencia, de miedo de no
abrirnos totalmente a nuestro Señor Jesucristo, porque sabemos que Él nos va a
reclamar la verdad completa. Jesucristo no va a reclamar verdades a medias, ni
entregas a medias, ni donaciones a medias, porque Jesucristo no nos va a
reclamar amores a medias. Jesucristo nos va a reclamar el amor completo, que no
es otra cosa sino el aceptar el camino concreto que el Señor ha trazado en
nuestra vida. Cada uno tiene el suyo, pero cada uno no puede ser infiel al
suyo.
Solamente el que es fiel a Cristo tiene en su posesión, tiene en su alma
la garantía de la vida verdadera, porque tiene la garantía de la Verdad. “El
que es fiel a mis palabras no morirá para siempre”.
Nosotros constantemente deberíamos entrar en nuestro interior para
revisar qué aspectos de mentira, o qué aspectos de muerte estamos dejando
entrar en nuestro corazón a través de nuestro egoísmo, de nuestras reticencias,
de nuestro cálculo; a través de nuestra entrega a medias a la vocación a la
cual el Señor nos ha llamado.
Porque solamente cuando somos capaces de reconocer esto, estamos en la
Verdad.
Debemos comenzar a caminar en un camino que nos saque de la mentira y de
la falsedad en la que podemos estar viviendo. Una falsedad que puede ser
incluso, a veces, el ropaje que nos reviste constantemente y, por lo tanto, nos
hemos convencido de que esa falsedad es la verdad. Porque sólo cuando
permitimos que Cristo toque el corazón, que Cristo llegue a nuestra alma y nos
diga por dónde tenemos que ir, es cuando todas nuestras reticencias de tipo
psicológico, todos nuestros miedos de tipo sentimental, todas nuestras
debilidades y cálculos desaparecen.
Cuando dejamos que la Verdad, que es Cristo, toque el corazón, todas las
debilidades exteriores —debilidades en las personas, debilidades en las
situaciones, debilidades en las instituciones—, y que nosotros tomamos como
excusas para no entregar nuestro corazón a Dios, caen por tierra.
Nos podemos acomodar muchas cosas, muchas situaciones, muchas personas;
pero a Cristo no nos lo podemos acomodar. Cristo se nos da auténtico, o
simplemente no se nos da. “Se ocultó y salió de entre ellos”. En el momento que
los judíos se dieron cuenta de que no podían acomodarse a Cristo, que tenían
que ser ellos los que tenían que acomodarse al Señor, toman la decisión de
matarlo.
A veces en el alma puede suceder algo semejante: tomamos la decisión de
eliminar a Cristo, porque no nos convence el modo con el que Él nos está
guiando. Y la pregunta que nace en nuestra alma es la misma que le hacen los
judíos: “¿Quién pretendes ser?”. Y Cristo siempre responde: “Yo soy el Hijo de
Dios”.
Sin embargo, Cristo podría regresarnos esa pregunta: ¿Y tú quién
pretendes ser? ¿Quién pretendes ser, que no aceptas plenamente mi amor en tu
corazón? ¿Quién pretendes ser, que calculas una y otra vez la entrega de tu
corazón a tu vocación cristiana en tu familia, en la sociedad? ¿Por qué no
terminar de entregarnos? ¿Por qué estar siempre con la piedra en la mano para
que cuando el Señor no me convenza pueda tirársela?
Cristo, ante nuestro reclamo, siempre nos va a responder igual: con su
entrega total, con su promesa total, con su fidelidad total.
Las ceremonias que la Iglesia nos va a ofrecer esta Semana Santa no
pueden ser simplemente momentos de ir a Misa, momentos de rezar un poco más o
momentos de dedicar un tiempo más grande a la oración. La Semana Santa es un
encuentro con el misterio de un Cristo que se ofrece por nosotros para decirnos
quien es. El encuentro, la presencia de Cristo que se me da totalmente en la
cruz y que se muestra victorioso en la resurrección, tenemos que realizarla en
nuestro interior. Tenemos que enfrentarnos cara a cara con Él.
Es muy serio y muy exigente el camino del Señor, pero no podemos ser reticentes
ante este camino, no podemos ir con mediocridad en este camino. Siempre
podremos escondernos, pero en nuestro corazón, si somos sinceros, si somos
auténticos, siempre quedará la certeza de que ante Cristo, nos escondimos. Que
no fuiste fiel ante la verdad de Cristo, que no fuiste fiel a tu compromiso de
oración, que no fuiste fiel en tu compromiso de entrega en el apostolado, que
no fuiste fiel, sobre todo, en ese corazón que se abre plenamente al Señor y
que no deja nada sin darle a Él.
Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a dar totalmente. Cada Eucaristía
es el signo de la fidelidad de la promesa de Dios: “Yo estaré contigo todos los
días hasta el fin del mundo”. Dios no se olvida de sus promesas. Y cuando vemos
a un Dios que se entrega de esta manera, no nos queda otro camino sino que
buscarlo sin descanso.
Buscarlo sin descanso a través de la oración y, sobre todo, a través de
la voluntad, que una vez que ha optado por Dios nuestro Señor, así se le mueva
la tierra, no se altera, no varía; así no entienda qué es lo que está pasando
ni sepa por dónde le está llevando el Señor, no cambia.
Dios promete, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le
seamos fieles en todo momento, nos mantengamos fieles a la palabra dada, pase
lo que pase. Romper esto es romper la verdad y la fidelidad de nuestra entrega
a Cristo.
Que la Eucaristía abra en nuestro corazón una opción decidida por
nuestro Señor. Una opción decidida por vivir el camino que Él nos pone delante,
con una gran fidelidad, con un gran amor, con una gran gratitud ante un Dios
que por mí se hace hombre; ante un Dios que tolera el que yo muchas veces haya
podido tener una piedra en la mano y me haya permitido, incluso, intentar
arrojársela. Y sobre todo, una gratitud profunda porque permitió que mi vida,
una vez más, lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar, consciente de que el
Señor nunca olvida sus promesas. CS
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