La Escritura habla constantemente de la presencia de Dios como el único,
como el primero en el corazón del pueblo de Israel, y usa la imagen del
escuchar, del oír para indicar precisamente esta relación entre Dios y su pueblo.
Cuando a Jesús le preguntan ¿cuál es el primero de todos los
mandamientos?, para responder Jesús emplea las palabras de una oración que los
israelitas rezan todas las mañanas: “Escucha Israel: El Señor nuestro Dios es
el único Señor, no tendrás otro Dios delante de ti”.
Dentro del camino de la Cuaresma -que es el camino de conversión del
corazón-, la escucha, el llegar a oír, el ser capaces de recibir la Palabra de
Dios en el corazón es un elemento fundamental que se mezcla en nuestro interior
con el elemento central del juicio, que es nuestra conciencia.
El profeta Oseas decía: “Ya no tendré más ídolos en mí”. Es necesario
aprender a no tener más ídolos en nosotros; hacer que nuestra conciencia se vea
plena y solamente iluminada por Dios nuestro Señor, que ningún otro ídolo
marque el camino de nuestra conciencia. Podría ser que en nuestra vida, en ese
camino de aprendizaje personal, no tomásemos como criterio de comportamiento a
Dios nuestro Señor, sino como dirá el Profeta Oseas: “a las obras de nuestras
manos”. Y Dios dice: “No vuelvas a llamar Dios tuyo a las obras de tus manos;
no vuelvas a hacer que tu Dios sean las obras de tus manos”. Abre tu
conciencia, abre tu corazón a ese Dios que se convierte en tu alma en el único
Señor.
Sin embargo, cada vez que entramos en nosotros mismos, cada vez que
tenemos que tomar decisiones de tipo moral en nuestra vida, cada vez que
tenemos que ilustrar nuestra existencia, nos encontramos como «dios nuestro» a
la obras de nuestras manos: a nuestro juicio y a nuestro criterio. Cuántas
veces no hacemos de nuestro criterio la única luz que ilumina nuestro
comportamiento, y aunque sabemos que es posible que Dios piense de una forma
diferente, continuamos actuando con las obras de nuestras manos como si fueran
Dios, continuamos teniendo ídolos dentro de nuestro corazón.
La Cuaresma es este camino de preparación hacia el encuentro con
Jesucristo nuestro Señor resucitado, que, vencedor del pecado y de la muerte,
se nos presenta como el único Señor de nuestro corazón. La preparación
cuaresmal nos tiene que llevar a hacer de nuestra conciencia un campo abierto,
sometido, totalmente puesto a la luz de Dios.
A veces nuestras decisiones nos llevan por otros caminos, ¿qué podemos
hacer para que nuestra conciencia realmente sea y se encuentre sólo con Dios en
el propio interior? Recordemos el ejemplo tan sencillo de una cultura de tipo
agrícola que nos da la Escritura: “Volverán a vivir bajo mi sombra”. Dios como
la sombra que en los momentos de calor da serenidad, da paz, da sosiego al
alma. Dios como el árbol a cuya sombra tenemos que vivir.
Tenemos que darnos cuenta de que esta ruptura interior, que se produce
con todos los ídolos, con todas las obras de nuestras manos, con todos los
criterios prefabricados, con todos los criterios que nosotros hemos construido
para nuestra conveniencia personal, acaban chocando con el salmo: “Yo soy tu
Dios, escúchame”. Él es nuestro Dios, ¿escuchamos a nuestro Dios? ¿Hasta qué
punto realmente somos capaces de escuchar y no simplemente de oír? ¿Hasta qué
punto hacemos de la palabra de Dios algo que se acoge en nuestro corazón, algo
que se recibe en nuestro corazón? Nunca olvidemos que de la escucha se pasa al
amor y de la acogida se pasa a la identificación.
Éste es el camino que tenemos que llevar si queremos estar viviendo
según el primero de los mandamientos y si queremos escuchar de los labios de
Jesús las palabras que le dice al escriba: “No estás lejos del reino de Dios”.
Solamente cuando el hombre y la mujer son capaces de hacer de la palabra de
Dios en su corazón la única luz, y cuando hacer la única luz se concreta a una
escucha, a un amor identificado con nuestro Señor, es cuando realmente nuestra
vida empieza a encontrarse próxima al reino de Dios. Mientras nosotros sigamos
teniendo los ídolos de nuestras manos dentro del corazón, estaremos
encontrarnos alejados del reino de Dios, aunque nosotros pensemos que estamos
cerca.
En nuestra conciencia la voz de Dios tiene que ser la luz auténtica que
nos acerca a su Reino. Siempre que recibamos la Eucaristía, no nos quedemos
simplemente con el hermoso sentimiento de: “¡qué cerca estás de mí, Señor!”.
Busquemos, pidamos que la Eucaristía se convierta en nuestro corazón en la luz
que va transformando, que va rompiendo, que va separando del alma los ídolos, y
que va haciendo de Dios el único criterio de juicio de nuestros
comportamientos.
Solamente así podremos escuchar en nuestro corazón esas palabras tan prometedoras
del profeta Oseas “Seré para Israel como el rocío; mi pueblo florecerá como el
lirio, hundirá profundamente sus raíces. Como el álamo y sus renuevos se
propagarán; su esplendor será como el del olivo y tendrá la fragancia de los
cedros del Líbano. Volverán a vivir bajo mi sombra”. Que la luz de Dios nuestro
Señor sea la sombra a la cual toda nuestra vida crece, en la cual toda nuestra
vida se realiza en plenitud. CS
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