Acompañar a Cristo en su pasión tiene que ser para nosotros un
enraizarnos profunda y convencidamente en los aspectos más importantes de
nuestra vida. El seguimiento de Cristo es para todos nosotros un atrevernos a
clavar la cruz en nuestra existencia, conscientes de que no hay redención sin
sacrificio, no hay redención si no hay ofrecimiento.
Quisiera proponerles estar con Cristo en el Pretorio antes de salir a
ser crucificado, como nos narra San Juan: “Entonces Pilatos se lo entregó para que fuera
crucificado". Cristo, maniatado, coronado de espinas,
flagelado, sentado en un calabozo esperando como tantos otros presos, como
tantos miles de prisioneros a lo largo del mundo, el momento en el cual se abra
la puerta del calabozo para ir hacia el patíbulo, para ir hacia el cadalso.
Atrevámonos a contemplar a Cristo y veamos cómo, sobre su cuerpo, se ha
ido escribiendo como una historia trágica todos los recorridos de su pasión. En
su cuerpo están escritos, a través de las huellas, a través de las heridas, a
través de los escupitajos, a través de los golpes, a través de la sangre, todos
los momentos que le han acontecido. Por nuestra mente pueden pasar como un
relámpago las situaciones por las que Él ha querido atravesar. Hagamos nuestra
la imagen del Señor listo para ir al Calvario. ¡Cuántos dolores pasó desde el
momento de su prendimiento a través de los tribunales y a través de las burlas!
Si nos atenemos simplemente a lo que nos narran los evangelios acerca de
los golpes, la flagelación, la corona de espinas, y junto con eso todos los
golpes físicos, humillantes y dolorosos, sabremos por qué los evangelistas
resumen en una frase el tremendo suplicio de la flagelación..., ¡no hacía falta
describir más!: “Pilatos
tomó entonces a Jesús y lo mandó azotar". En el contexto
en el que son escritos los evangelios, todos conocían perfectamente lo que
significaba la flagelación. Y todo los dolores morales, las humillaciones, las
vejaciones, Cristo lo tiene escrito en su cuerpo, lo tiene grabado en su carne,
por mí.
A veces los dolores morales son mucho más intensos, mucho más agudos que
los dolores físicos. A veces podríamos haber perdido el sentido de lo que es la
carencia de todo respeto, la carencia de todo límite, de toda decencia.
¡Cuántas obscenidades, cuántas groserías, cuántas vejaciones habrá
escuchado Jesús! Él, de cuya boca jamás salió palabra hiriente, tiene que
escuchar toda una serie de insultos y vejaciones sobre Él, sobre su Padre,
sobre su familia... ¡Y todo, por mí!
¡Cuántos dolores -en lo espiritual- al verse abandonado por los suyos!
¿Dónde está Pedro?, ¿Dónde está Juan? “Prudentemente lo seguían”. ¿Dónde está
Tomás, Andrés, Nathanael y Santiago? ¿Dónde están los que querían hacer llover
fuego sobre la ciudad de Samaria por el simple hecho de que no recibían al
Maestro?, ¿Dónde están, ahora que el Maestro no sólo no es recibido, sino que
es condenado a muerte, abandonado, traicionado?
Traicionado por los suyos, mal interpretado, injuriado, calumniado. ¡Qué
doloroso es ver que lo abandonan sus amigos, que es objeto de burlas soeces,
que sufre golpes, malos tratos, despojos! ¡Qué heridas le causan en el alma la
tristeza, el tedio, el miedo y las vejaciones!
Contemplemos la corona de espinas en la cabeza, la cara abofeteada y
escupida y el cuerpo lleno de heridas. ¡Y todo, por mí! Vayamos sobre nosotros
mismos y preguntémonos: ¿qué voy a hacer yo? Éste es el cuerpo de Cristo, el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, ante el cual toda la Iglesia se
arrodilla, y ante el cual todos los hombres han pasado por encima del respeto
humano y le han ofrecido sus vidas.
Y ¿qué hay en el alma de Cristo? Antes de salir a la cruz, nos podría
asustar ver su cuerpo. ¿Qué sentimiento podría surgir en nosotros al ver su
alma? ¿Me atrevo a bajar ahí para ver qué hay en ella? Quizá nos podría asustar
el ver la soledad y el desamparo en que se debate su alma. En el alma de Cristo
está profundamente arraigada la soledad y el abandono.
Apliquemos esto a nuestra vida. Cristo acaba de sufrir todos los
suplicios. Cristo está sufriendo el suplicio interior de la soledad y la
incomprensión. ¿Qué capacidad tengo yo de acompañar a Cristo en su soledad y en
su abandono? ¿Hasta qué punto he comprendido yo a Cristo en su misión? Me podré
espantar quizá de que Pedro, Juan, Andrés, Santiago, no hayan comprendido a
Cristo. ¿Y yo? Si Cristo estuviese en el calabozo y viese mi alma ¿se sentiría
acompañado, se sentiría comprendido?
De cara a mi alma, ¿cuál es mi fuerza interior ante las incomprensiones
que Dios permite en mi vida, por parte, incluso, de los más cercanos?
Debemos ser para los demás testigos de que la soledad del alma es
redentora, de que la soledad del alma tiene una capacidad de fecundidad que,
quizá muchas veces, nosotros no somos capaces de valorar porque no la hacemos
tesoro junto a Cristo. Contemplemos a este Señor nuestro que tanto ha sufrido
por nosotros, para aprender también que nosotros podemos sufrir por Él. CS
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