Ni el poder de Roma ni las autoridades del Templo pudieron
soportar la novedad de Jesús. Su manera de entender y de vivir a Dios era
peligrosa. No defendía el imperio de Tiberio, llamaba a todos a buscar el reino
de Dios y su justicia. No le importaba romper la ley del sábado ni las
tradiciones religiosas, solo le preocupaba aliviar el sufrimiento de las gentes
enfermas y desnutridas de Galilea.
No se lo perdonaron. Se identificaba demasiado con las
víctimas inocentes del imperio y con los olvidados por la religión del templo.
Ejecutado sin piedad en una cruz, en Él se nos revela ahora Dios, identificado
para siempre con todas las víctimas inocentes de la historia. Al grito de todos
ellos se une ahora el grito de dolor del mismo Dios.
En ese rostro desfigurado de Jesús Crucificado se nos revela
un Dios sorprendente, que rompe nuestras imágenes convencionales de Dios y pone
en cuestión toda práctica religiosa que pretenda dar culto a Dios olvidando el
drama de un mundo donde se sigue crucificando a los más débiles e indefensos.
Si Dios ha muerto identificado con las víctimas, su
crucifixión se convierte en un desafío inquietante para los seguidores de
Jesús. No podemos separar a Dios del sufrimiento de los inocentes. No podemos adorar
a Jesús en la Cruz y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos seres humanos
destruidos por el hambre, las guerras, la miseria...
Dios nos sigue apelando desde los crucificados de nuestros
días. No nos está permitido seguir viviendo como espectadores de ese
sufrimiento inmenso alimentando una ingenua ilusión de inocencia. Nos hemos de
rebelar contra esa cultura del olvido, que nos permite aislarnos de los
crucificados desplazando el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una
“lejanía” donde desaparece todo clamor, gemido o llanto. No nos podemos encerrar en nuestra “sociedad del bienestar”,
ignorando a esa otra “sociedad del malestar” en la que millones de seres
humanos nacen solo para extinguirse a los pocos años de una vida que solo ha
sido muerte. No es humano ni cristiano instalarnos en la seguridad olvidando a
quienes solo conocen una vida insegura y amenazada.
Cuando los cristianos levantamos nuestros ojos hasta el
rostro de Jesús Crucificado, contemplamos el amor insondable de Dios, entregado
hasta la muerte por nuestra salvación. Si lo miramos más detenidamente, pronto
descubrimos en ese rostro el de tantos otros crucificados que, lejos o cerca de
nosotros, están reclamando nuestro amor solidario y compasivo. JAP
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