Texto del Evangelio (Mt 26,14-25): En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue
donde los sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo
entregaré?». Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento
andaba buscando una oportunidad para entregarle.
El primer día de los Ázimos, los discípulos se
acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos
para comer el cordero de Pascua?». Él les dijo: «Id a la ciudad, a casa de
fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a
celebrar la Pascua con mis discípulos’». Los discípulos hicieron lo que Jesús
les había mandado, y prepararon la Pascua.
Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y
mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará». Muy
entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?». Él
respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El
Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de aquel por quien el
Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!».
Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso, Rabí?».
Dícele: «Sí, tú lo has dicho».
«Yo os aseguro que uno de vosotros me
entregará»
Comentario: P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San
Doménico di Fiesole, Florencia, Italia)
Hoy, el Evangelio nos
propone —por lo menos— tres consideraciones. La primera es que, cuando el amor
hacia el Señor se entibia, entonces la voluntad cede a otros reclamos, donde la
voluptuosidad parece ofrecernos platos más sabrosos pero, en realidad,
condimentados por degradantes e inquietantes venenos. Dada nuestra nativa
fragilidad, no hay que permitir que disminuya el fuego del fervor que, si no
sensible, por lo menos mental, nos une con Aquel que nos ha amado hasta ofrecer
su vida por nosotros.
La segunda
consideración se refiere a la misteriosa elección del sitio donde Jesús quiere
consumir su cena pascual. «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El
Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis
discípulos’» (Mt 26,18). El dueño de la casa, quizá, no fuera uno de los amigos
declarados del Señor; pero debía tener el oído despierto para escuchar las
llamadas “interiores”. El Señor le habría hablado en lo íntimo —como a menudo
nos habla—, a través de mil incentivos para que le abriera la puerta. Su
fantasía y su omnipotencia, soportes del amor infinito con el cual nos ama, no
conocen fronteras y se expresan de maneras siempre aptas a cada situación
personal. Cuando oigamos la llamada hemos de “rendirnos”, dejando aparte los
sofismas y aceptando con alegría ese “mensajero libertador”. Es como si alguien
se hubiese presentado a la puerta de la cárcel y nos invita a seguirlo, como
hizo el Ángel con Pedro diciéndole: «Rápido, levántate y sígueme» (Hch
12,7).
El tercer motivo de
meditación nos lo ofrece el traidor que intenta esconder su crimen ante la
mirada escudriñadora del Omnisciente. Lo había intentado ya el mismo Adán y,
después, su hijo fratricida Caín, pero inútilmente. Antes de ser nuestro
exactísimo Juez, Dios se nos presenta como padre y madre, que no se rinde ante
la idea de perder a un hijo. A Jesús le duele el corazón no tanto por haber
sido traicionado cuanto por ver a un hijo alejarse irremediablemente de Él.
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