Siempre que uno reflexiona sobre el misterio de la Eucaristía, podría
dejar de lado que la Eucaristía es un misterio de presencia de Cristo, un
misterio de entrega de Cristo. Una entrega que se hace presencia cada vez que
el sacerdote pronuncia las palabras sacramentales sobre el pan; una presencia
que se hace compañía cada vez que nosotros nos acercamos al sagrario.
Vamos a contemplar el misterio de la institución de la Eucaristía,
pidiendo a Jesús entregarnos con Él, que se entrega; hacerme don con Él, que se
da; dejar invadir mi corazón del corazón de Cristo entre los hombres. Un amor
hecho entrega y presencia en su Cuerpo y su Sangre Eucarísticos.
“Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo:
con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros [...] Tomó luego pan, y,
dando gracias, lo partió y se los dio diciendo: Éste es mi cuerpo que es
entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío’. De igual modo, después de
cenar, tomó la copa diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza de mi sangre que es
derramada por vosotros".
Un pan y un cáliz que yo sé, por la fe, que son su cuerpo y su sangre.
Se ha realizado un milagro, el milagro más grande. La pasión de Cristo se ha
realizado de una forma incruenta. Efectivamente su cuerpo y su sangre son su
sacrificio. Cristo ha realizado su sacrificio, incluso antes de morir. Como si
su amor fuese tan grande que fuese capaz de anticipar el misterio de la
redención para mí. Y este don, este sacrificio se me da a mí como cristiano; se
da a todos los hombres.
¿Qué es lo que hace Cristo? ¿Cómo se entrega Cristo? El pan, que es
partido, roto, por las manos de Cristo, ese pan ya no es una mezcla de harina
con levadura, sino que es su cuerpo. Se rompe Él mismo, se da Él mismo; y, al
mismo tiempo, ese pan roto y dado es el gesto del Padre que da al Hijo, que
entrega al Hijo como don a la humanidad.
Entre los judíos, la Pascua se celebraba en familia, y el que presidía
la cena pascual representaba al padre de familia. En el misterio de la
Eucaristía, Cristo -el Hijo- está al mismo tiempo siendo Padre que da al Hijo;
el Padre -Dios-, que da al Hijo -Cristo— a los hombres, es el pan y el vino. El
Padre que da al Hijo, que entrega al Hijo a la humanidad. La Eucaristía es así
el pan roto y entregado, es el amor del Padre hasta el extremo de entregar al
Hijo en sacrificio por los pecados. El pan que Cristo me da es su cuerpo que se entrega por mí; la sangre
que Cristo derrama es derramada por mí. En ese cáliz, que el sacerdote tiene
entre sus manos, está la sangre de Cristo, la sangre del Cordero, para que se
produzca la conclusión de una Alianza Nueva, de un nuevo pacto puesto en favor
de los hombres.
Debemos contemplar todo esto y dejar que nuestro corazón discurra sobre
los gestos de Cristo, sobre las palabras de Cristo; sobre todo lo que está
contenido en este misterio. Misterio que nos da una Alianza ofrecida sobre una
persona. Una persona que no es simplemente una persona humana, es la persona
del Hijo de Dios. Dios de Dios, Luz de Luz, y al mismo tiempo cuerpo entregado
y sangre derramada.
¿Qué hay en el corazón de Cristo? ¿Cuál es el corazón de Cristo ante el
misterio de la Eucaristía? Intentemos contemplar el corazón y el alma de
Cristo; veamos su corazón que busca darse sin barreras. Un corazón que anhela,
que desea dar todo lo que Él es. Y para lograrlo no encuentra otro camino mejor
que darse en el pan y en el vino, como cuerpo y sangre; alma y divinidad.
Cristo se da sin barreras de tiempo y espacio. Cada vez que comulgamos,
cada vez que recibimos la Eucaristía, se rompen todas las barreras físicas de
la eternidad en el tiempo, de una época con otra, y entramos en misteriosa
comunicación con Cristo. Y se cumple ese don, cuando misteriosamente, sacramentalmente,
Jesucristo penetra en mi persona y se me entrega sin ninguna barrera. Cristo
busca, además, manifestarme su amor, como dirá San Juan: “nos amó hasta el extremo”. Él
me manifiesta su amor queriendo y pudiendo entrar en mi persona. Si el amor es
la comunión de aquellos que se aman, ¿qué mayor comunión que la del cuerpo y la
sangre de Cristo con mi espíritu, con mi alma, con mi persona? Cristo, en su
corazón, busca continuar cerca de mí.
Él sabe, Él es consciente de que vivimos muchas veces en soledad, aunque
estemos acompañados por mucha gente, aunque haya muchas personas a nuestro
alrededor. Una soledad que no solamente la sentimos nosotros, sino que es
muchas veces patrimonio de todos los hombres. Cristo quiere quebrar esa soledad
con la Eucaristía. Cristo no quiere que yo esté solo, y quiere darse Él como
acompañante para transmitirme su vida. “Quien
me come vivirá por mí; aquél que me come no morirá para siempre”.
El misterio de la Eucaristía es promesa de vida eterna. Cada vez que
recibo a Cristo en la Eucaristía, se me está entregando la promesa de la vida
que no acaba para siempre. Éste es el gesto supremo del amor que busca la
identificación de voluntades y de existencia. “¡Con qué anhelo he deseado comer esta Pascua con
vosotros!" Cristo me busca más a mí, de lo que yo lo
busco a Él. Cristo quiere estar más cerca de mí, de lo que yo quisiera estar
cerca de Él. En su interior está el deseo de vivir esta Pascua, que es la
antesala de la realización del Reino de Dios entre los hombres. La Pascua con
la que Él va a llevar a plenitud su obra, con la que va a realizar el anhelo
que le trajo al mundo.
En el corazón del Cristo, en la Última Cena, brilla radiante un deseo:
comer la Pascua, cumplir la Pascua en el Reino de Dios. El anhelo de realizar
la voluntad del Padre, el deseo ardiente de cumplir con lo que el Padre le
pide. Para Cristo, comer la Pascua, no es sólo repetir un rito que recordaba a
los hebreos su liberación de Egipto. Para Cristo, comer la Pascua, es
realizarla en su persona; es ofrecer su persona como precio de la liberación de
su pueblo; es partir en dos el pan del pecado con la sangre de sus venas, con
el último latido de su corazón.
¿Qué es lo que yo hago ante este Cristo de la Eucaristía? Cuando el Hijo
de Dios se hace pan y se hace vino entregado por mí, derramado por mí, no puedo
sino suscitar en mí sentimientos y determinaciones de comunión, de
identificación con mi misión redentora. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Acaso
puedo llegar a captar plenamente, con mi inteligencia pequeña, limitada, todo
lo que sucede en la Eucaristía? ¿No tendré más bien que determinarme a decir:
“Señor, quiero comulgar contigo, quiero empaparme de ese sentimiento, de ese
anhelo de realizar la Pascua, de tenerte cerca de mí, de estar tú y yo en
comunión, en identificación”? Al recibir a Cristo debo animarme a un compromiso
total ante el suyo, sin mediocridades, sin tibiezas, sin dudas. Tengo que
saberme fortalecido en todas mis soledades y acompañado en mis fracasos y
triunfos. CS
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