Tomad, esto es mi cuerpo.
Hace unos años, quienes
se acercaban a recibir la comunión, adoptaban después de comulgar una actitud
peculiar de silencio y recogimiento sagrado. Hoy, por lo general, no es así. Se
entonan cantos de alabanza y acción de gracias, se subraya más la participación
comunitaria, pero se corre el riesgo de restarle hondura a la comunión personal
con Cristo. Falta a veces el silencio y la unción que permitirían un encuentro
más vivo con él. El riesgo es evidente: convertir la comunión en un rito
externo y rutinario que «anuncia» el final ya cercano de la misa.
Sin embargo, comulgar no es «hacer algo», sino
«encontrarnos con alguien». La comunión sacramental es para el creyente un
encuentro personal con Cristo, cargado de misterio, de gracia y de fe. Cristo
sale a nuestro encuentro y nosotros vamos al encuentro de Cristo. Como todo
encuentro interpersonal, también éste pide atención consciente, entrega
confiada y, sobre todo, amor.
Es cierto que, en la comunión eucarística, Cristo
se ofrece siempre, de manera segura e indefectible (la teología clásica hablaba
del ex opere operato). Pero, para que este ofrecimiento objetivo se haga
realidad personal en cada creyente, es necesaria la respuesta libre y
consciente de quien se acerca a comulgar (el opus operantis de los
teólogos).
Dicho de manera sencilla, el encuentro eucarístico
con Cristo exige, antes que nada, una atención consciente. Recordar con
quién me voy a encontrar, qué es lo que conozco de Cristo, qué espero de él,
qué significa para mí. Cada cristiano tiene su idea personal de Cristo, más o
menos clara, más o menos interiorizada. La comunión con Cristo no es un
«encuentro a ciegas». Al acercarnos a comulgar, sabemos a quién buscamos.
Pero el encuentro pide, sobre todo, amor y
entrega confiada. Las personas se encuentran de manera más plena cuando
entre ellas se establece un diálogo confiado y una comunicación amistosa y
cordial. Lo mismo sucede en la comunión eucarística. Lo más importante es el
diálogo entre Cristo y el creyente que busca la presencia de la persona amada.
Todo esto no son palabras. Es la experiencia de
quien comulga con fe. La presencia de Cristo se hace entonces más real, su
Persona adquiere un significado más profundo, crece la confianza del creyente.
Cristo es el Absoluto que no puede faltar, el horizonte de todas las
experiencias, la fuente que llena la vida de fortaleza, de paz y de alegría
interior. La comunión de cada domingo no es un rito más. Puede ser el encuentro
vital que alimenta y fortalece nuestra fe. Es bueno recordarlo en esta fiesta
del Corpus Christi. JAP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario