Según
el relato de Juan, una vez más los judíos, incapaces de ir más allá de lo
físico y material, interrumpen a Jesús, escandalizados por el lenguaje agresivo
que emplea: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Jesús no retira su
afirmación sino que da a sus palabras un contenido más profundo.
El
núcleo de su exposición nos permite adentrarnos en la experiencia que vivían
las primeras comunidades cristianas al celebrar la Eucaristía. Según Jesús, los
discípulos no solo han de creer en él, sino que han de alimentarse y nutrir su
vida de su misma persona. La Eucaristía es una experiencia central en sus
seguidores de Jesús.
Las
palabras que siguen no hacen sino destacar su carácter fundamental e
indispensable: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”.
Si los discípulos no se alimentan de él, podrán hacer y decir muchas cosas,
pero no han de olvidar sus palabras: “No tenéis vida en vosotros”.
Para
tener vida dentro de nosotros necesitamos alimentarnos de Jesús, nutrirnos de
su aliento vital, interiorizar sus actitudes y sus criterios de vida. Este es
el secreto y la fuerza de la Eucaristía. Solo lo conocen aquellos que comulgan
con él y se alimentan de su pasión por el Padre y de su amor a sus hijos.
El
lenguaje de Jesús es de gran fuerza expresiva. A quien sabe alimentarse de él,
le hace esta promesa: “Ese habita en mí y yo en él”. Quien se nutre de la
Eucaristía experimenta que su relación con Jesús no es algo externo. Jesús no
es un modelo de vida que imitamos desde fuera. Alimenta nuestra vida desde
dentro. Esta experiencia de “habitar” en Jesús y dejar que Jesús “habite” en
nosotros puede transformar de raíz nuestra fe. Ese intercambio mutuo, esta
comunión estrecha, difícil de expresar con palabras, constituye la verdadera
relación del discípulo con Jesús. Esto es seguirle sostenidos por su fuerza
vital.
La
vida que Jesús transmite a sus discípulos en la Eucaristía es la que él mismo
recibe del Padre que es Fuente inagotable de vida plena. Una vida que no se
extingue con nuestra muerte biológica. Por eso se atreve Jesús a hacer esta
promesa a los suyos: “El que come este pan vivirá para siempre”.
Sin
duda, el signo más grave de la crisis de la fe cristiana entre nosotros es el
abandono tan generalizado de la Eucaristía dominical. Para quien ama a Jesús es
doloroso observar cómo la Eucaristía va perdiendo su poder de atracción. Pero
es más doloroso aún ver que desde la Iglesia asistimos a este hecho sin
atrevernos a reaccionar. ¿Por qué? JAP
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