Texto del Evangelio (Lc 8,4-15): En aquel tiempo, habiéndose congregado mucha gente, y viniendo a
Él de todas las ciudades, dijo en parábola: «Salió un sembrador a sembrar su
simiente; y al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino, fue pisada, y las
aves del cielo se la comieron; otra cayó sobre piedra, y después de brotar, se
secó, por no tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella
los abrojos, la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto
centuplicado». Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que
oiga».
Le preguntaban sus discípulos qué significaba esta
parábola, y Él dijo: «A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del
Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo, no vean y,
oyendo, no entiendan.
»La parábola quiere decir esto: La simiente es la
Palabra de Dios. Los de a lo largo del camino, son los que han oído; después
viene el diablo y se lleva de su corazón la Palabra, no sea que crean y se
salven. Los de sobre piedra son los que, al oír la Palabra, la reciben con
alegría; pero éstos no tienen raíz; creen por algún tiempo, pero a la hora de
la prueba desisten. Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a
lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los
placeres de la vida, y no llegan a madurez. Lo que cae en buena tierra, son los
que, después de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y
dan fruto con perseverancia».
«Lo que cae en buena tierra, son los
que (...) dan fruto con perseverancia»
Comentario: Rev. D. Lluís RAVENTÓS i
Artés (Tarragona, España)
Hoy, Jesús nos habla
de un sembrador que salió «a sembrar su simiente» (Lc 8,5) y aquella simiente
era precisamente «la Palabra de Dios». Pero «creciendo con ella los abrojos, la
ahogaron» (Lc 8,7).
Hay una gran variedad
de abrojos. «Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo
largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los
placeres de la vida, y no llegan a madurez» (Lc 8,14).
—Señor, ¿acaso soy yo
culpable de tener preocupaciones? Ya quisiera no tenerlas, ¡pero me vienen por
todas partes! No entiendo por qué han de privarme de tu Palabra, si no son
pecado, ni vicio, ni defecto.
—¡Porque olvidas que
Yo soy tu Padre y te dejas esclavizar por un mañana que no sabes si
llegará!
«Si viviéramos con más
confianza en la Providencia divina, seguros —¡con una firmísima fe!— de esta
protección diaria que nunca nos falta, ¡cuántas preocupaciones o inquietudes
nos ahorraríamos! Desaparecerían un montón de quimeras que, en boca de Jesús,
son propias de paganos, de hombres mundanos (cf. Lc 12,30), de las personas que
son carentes de sentido sobrenatural (...). Yo quisiera grabar a fuego en
vuestra mente —nos dice san Josemaría— que tenemos todos los motivos para andar
con optimismo en esta tierra, con el alma desasida del todo de tantas cosas que
parecen imprescindibles, puesto que vuestro Padre sabe muy bien lo que necesitáis!
(cf. Lc 12,30), y Él proveerá». Dijo David: «Pon tu destino en manos del Señor,
y él te sostendrá» (Sal 55,23). Así lo hizo san José cuando el Señor lo probó:
reflexionó, consultó, oró, tomó una resolución y lo dejó todo en manos de Dios.
Cuando vino el Ángel —comenta Mn. Ballarín—, no osó despertarlo y le habló en
sueños. En fin, «Yo no debo tener más preocupaciones que tu Gloria..., en una
palabra, tu Amor» (San Josemaría).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario