El hombre
tiende a establecer una cierta barrera entre las ideas y lo que llama la “vida
real”. Y quizá, por ejemplo, cuando piensa en la fe, su imaginación representa
en su mente un viejo y destartalado templo donde un sacerdote antipático se
dirige a unas personas grises y serias, que además cantan mal, y que a su
juicio pierden lamentablemente el tiempo, lejos del mundo real en el que ellos
sí están. Y probablemente concluya que la religión no tiene sentido. O que la
Iglesia funciona mal, cuando quizá lo que funciona mal, sobre todo, es su
conocimiento y su imagen de la fe y de la Iglesia.
Algunos se han
hecho esa idea, u otra peor, sin culpa de su parte, o al menos con poca culpa.
Otros, en cambio, fomentan esa imagen para tranquilizar su conciencia, que
quizá les reprocha algunas cosas a las que no se atreven a llamar por su
nombre.
O se vive como
se piensa, o se acaba pensando cómo se vive. Es un proceso sencillo, en el que
cada hecho práctico de dudosa moralidad se apuntala rápidamente con la
correspondiente teoría. Y quizá entonces esa comisión ilegal deja de parecerme
tan mala... porque yo estoy cobrándola. O no veo tan grave eso de engañar a mi
novio o a mi novia, o a mi mujer o mi marido, o emborracharme, porque... yo lo
hago de vez en cuando. “Al comienzo fueron vicios, hoy quieren llamarse
costumbres”, decía Séneca. Hay personas que, cuando no han sido fieles a su
mujer, reconocen su debilidad; y otras, que lo que hacen es exigir a la Iglesia
que dé marcha atrás en una regla que ellos ya no pueden seguir. Les gustaría
reformar la Iglesia para no tener que reformarse a sí mismos, a pesar de que
parece hacerles bastante falta. AA
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