Podemos iniciar nuestra investigación buscando en el Antiguo Testamento
si efectivamente los profetas fueron mal recibidos en su propia casa o pueblo.
Podemos observar que varios de los profetas, auténticos, del Antiguo
Testamento, fueron llamados por Dios a ejercer la profecía lejos de su lugar de
origen.
Por ejemplo, el profeta Amos era originario de Tecoa en Judá, y ejerció
su profecía en el Santuario de Betel, santuario del Reino del Norte, y fue
rechazado por las autoridades. Eliseo era originario de Abel Mejolá, y nunca
ejerció la profecía en medio de su familia, sino con grupos proféticos cerca de
Guilgal; en general su ministerio profético fue aceptado. Jeremías e Isaías
fueron profetas que ejercieron en Jerusalén, el primero era de los sacerdotes
de Anatot en la tierra de Benjamín. De Isaías no se dice su origen, pero es
probable que ejerciera muy cerca o en su mismo lugar de origen.
Pasemos ahora al Nuevo Testamento. En el Evangelio de san Mateo (Mt
23,32; Lc 13,34) Jesús se queja con Jerusalén de que mata a los profetas que le
son enviados. Si pensamos en que todos los profetas escritores fueron miembros
del pueblo de Dios y que a muchos de ellos los mataron, no solamente en
Jerusalén sino sus propios paisanos, entonces podemos pensar que Jesús recoge
un pensamiento que era común en su entorno socio religioso. En el Evangelio de
san Lucas (Lc 11,51-53) dentro de una serie de “ayes”, es decir, dentro de un
discurso de denuncia contra fariseos y doctores de la ley, Jesús les dice que a
ellos se les pedirá cuenta de la sangre de los profetas y los justos que ha
sido derramada desde Abel hasta Zacarías. En este caso se particulariza la
responsabilidad, no se trata del pueblo en su conjunto, sino particularmente de
las autoridades que se hacen resistentes a la voluntad de Dios.
Pero en otros pasajes (Marcos 6, 1-6; Lucas 4, 16-30) no fueron las
autoridades, sino los que conocían a Jesús y a su familia, con lo cual podemos
comprobar que no es un factor determinante la situación social o incluso de
consanguineidad para aceptar o rechazar al Señor. El evangelista nos da la
clave, a saber, es la decisión de creer en Jesús aquello que hace posible que
se opere la salvación. Podemos preguntarnos si no resulta más o menos
comparable a grupos de personas que desde su niñez estuvieron muy cercanas a la
formación religiosa y que más adelante en la vida nadie les resulta suficiente
para convencerlos pues ellos, desde niños, ya lo saben todo de su religión. SMA
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