Transcurren
las vacaciones navideñas del año 1917 en Logroño, una pequeña ciudad española.
Desde hace unos días nieva sin interrupción y el nuevo año entra con
temperaturas glaciales. El termómetro desciende hasta dieciséis grados bajo
cero.
Una de esas mañanas,
un chico de quince años sale a la calle. Se llama Josemaría Escrivá. Contempla
el espectáculo de la ciudad nevada. El amanecer ha sido blanco y transparente.
Cuando pasa por delante del colegio de los Maristas, se encuentra con algo que
llama poderosamente su atención y que variará el curso de su existencia: las
huellas en la nieve de unos pies descalzos. Se para a examinarlas con
curiosidad y observa que aquel rastro corresponde a la pisada desnuda de un
fraile carmelita muy popular en la zona: el Padre José Miguel.
Se encuentra
enseguida sumergido en una profunda remoción interior. En su alma irrumpe con
fuerza una idea. Hay en el mundo personas, como aquel hombre, que hacen grandes
sacrificios por Dios y por los demás. ¿Y yo? ¿No voy a ser capaz de ofrecerle
nada?
Es probable
que bastantes personas hayan pasado por aquel mismo lugar esa mañana. Unos no
habrán reparado en aquellas pisadas, entremezcladas quizá con los rastros de
otras personas, carros o bicicletas, marcados también sobre la nieve. Otros las
habrán visto, y quizá han pensado que es admirable que haya personas tan
extraordinarias, pero en su interior no ha surgido ningún pensamiento que les
interpele en su propia vida. En cambio, a ese adolescente le hacen ver que Dios
le pide que se complique la vida, que se comprometa en una gran tarea en
servicio de los demás. Inesperadamente, se siente interpelado por Dios de un
modo nuevo, total, nunca antes imaginado. Comprende que Dios le llama, aunque
aún no sabe bien cómo. Durante dos o
tres meses, acude a visitar al padre José Miguel. Le cuenta lo que ha sucedido
en su interior, el horizonte, todavía oscuro, que Dios ha querido abrir en su
alma. El fraile le propone ingresar en el Carmelo. Josemaría medita esta
proposición y la descarta. Sabe, con una convicción que personalmente le
sorprende, que el Señor tiene planes diferentes sobre su vida.
Pasa un tiempo
en la oscuridad, a solas con su oración perseverante, mientras germina la
semilla que el Cielo ha depositado en su corazón. Al mismo tiempo, se emplea a
fondo en sus estudios de bachillerato. Por entonces, invade su ánimo la idea de
entregarse a Dios siendo sacerdote. No lo había pensado nunca, pero el Cielo
sigue pidiéndole algo. Y de la mano de esa llamada, cada vez más fuerte que su
propia voluntad, decide emprender ese camino. “Yo no pensaba hacerme sacerdote,
pero vino Jesús a mi alma, como viene el amor, en el momento más inesperado”.
Tiene todavía
algunas dudas. Su vocación es otra, aunque aún la ve inconcreta. Piensa, eso
sí, que siendo sacerdote estará más disponible para cumplir la voluntad de
Dios, que aún no conoce, y que, sin embargo, ilumina ya su vida. En octubre de
1918 ingresa en el Seminario de Logroño, y en 1925 se ordena sacerdote. Hasta
el 2 de octubre de 1928 no tuvo claro qué quería Dios de él. Fue entonces
cuando vio que, sin querer él ser fundador de nada, Dios le pedía que fundara
el Opus Dei. Cuando murió, en 1975, la institución que había iniciado estaba ya
extendida por todo el mundo, con más de sesenta mil miembros de todas las
nacionalidades. Hoy, San Josemaría Escrivá es una referencia espiritual para
millones de personas, pero todo empezó así, con unas sencillas pisadas en la
nieve.
Toda la
realidad que nos rodea es una interpelación constante hacia la reflexión y el
compromiso. El mundo a nuestro alrededor está lleno de preguntas que esperan
una respuesta personal. Son como susurros que solo se oyen cuando hay un cierto
grado de madurez personal y de rectitud de vida. El que vive acaparado y
seducido por sus propios intereses no suele percibir esas preguntas ni esas
llamadas. Y si no se perciben las preguntas, es difícil encontrar respuestas
que den un sentido claro a la vida.
—¿Piensas entonces que la clave está en que todos
tengamos más actitud de escucha y más sensibilidad hacia lo que Dios quiere
decirnos?
Es
imprescindible esa actitud de escucha, un cierto silencio interior que permita
oír bien. Pero, sobre todo, hacen falta respuestas personales generosas. Si uno
no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena
en la vida, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta clarificadora.
En ese sentido, son importantes las preguntas, pero, después, lo fundamental es
la respuesta al querer de Dios.
—Pero, para dar una respuesta personal generosa,
hace falta saber cuál ha de ser nuestra respuesta, y eso no siempre es
sencillo.
Si uno no se
hace esas preguntas, nunca encontrará las respuestas. Por eso es preciso afinar
el oído y atreverse a preguntarse para qué estamos en este mundo, qué es lo que
puede dar verdadero valor a nuestra vida, qué puede llenar realmente nuestro
corazón y otorgarnos una felicidad duradera. Son preguntas que, si se responden
con acierto y luego se persevera en el compromiso que suponen, son la condición
para llegar a ser uno mismo, para vivir la propia vida y para vivirla con
verdadera libertad.
La generosidad
de las personas se puede comprobar observando la relación entre el modo en que
se le pide algo y cómo responden a esa petición. Cuando aquel chico de quince
años ve esas huellas en la nieve, que vieron tantos otros en aquellos días, se
siente llamado por Dios a una mayor entrega. Ante una pequeña insinuación de
Dios, hay una respuesta generosa.
—¿Y no te parece que, para descubrir qué quiere
Dios de nosotros, hemos de esforzarnos, primero, por salir un poco de nuestro
individualismo?
El
individualismo y el egoísmo son, efectivamente, impedimentos importantes.
Porque percibir el querer de Dios suele ir unido a percibir el querer de los
demás. “El amor al prójimo -señala Benedicto XVI- es un camino para encontrar
también a Dios, y cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en
ciegos ante Dios”.
Hace un tiempo
leí que una de las decisiones más importantes en la vida de una persona, y que
más condicionan el resultado global de su existencia, es una determinación que
todos acabamos tomando, casi sin darnos demasiada cuenta, y es esta: si
centramos nuestra vida en nosotros mismos o en los demás.
Muchas
personas, ya en el ocaso de sus días, hacen balance y se preguntan a qué se
debe el resultado tan decepcionante de su vida. Y, en medio de todas esas
ruinas y naufragios de sus proyectos, se preguntan con asombro la razón de ese
caos y esa devastación que observan a su alrededor. Pero no siempre se dan
cuenta de que se debe, sencillamente, a que han querido amar para ellos, a que
han confundido amor y egoísmo.
Todo nuestro
entorno lanza llamadas continuas a despertar nuestra sensibilidad hacia las
necesidades de los demás. Hay personas que se acostumbran a hacer oídos sordos
a esas llamadas. Otras, en cambio, les dan entrada y reflexionan sobre ellas.
Son personas que tienen ojos para descubrir los sufrimientos y las necesidades
de los demás. Piensan poco en su propia satisfacción y, curiosamente, son
quienes luego alcanzan mayores cotas de satisfacción y de felicidad. Saben
estar atentos y procuran colmar, con la riqueza de su corazón, las carencias de
quienes les rodean. Y quizá parece que en ellos esa actitud es innata, pero se
debe más a la educación recibida y, sobre todo, al esfuerzo y la entrega
personal a lo largo de la vida.
El 28 de
octubre de 1816, Marcelino Champagnat, un sacerdote de veintisiete años recién
ordenado, acude con urgencia a la aldea de Les Palais y asiste en su lecho de
muerte a un chico llamado Juan Bautista Montagne. El moribundo tiene dieciséis
años pero no ha oído nunca ni siquiera hablar de Dios. El joven sacerdote queda
muy impresionado, pues comprende entonces que en ese mismo estado deben estar
miles y miles de jóvenes, por falta de maestros que les enseñen el camino de la
fe. Decide poner en marcha de inmediato una fundación dirigida a instruir
cristianamente a la juventud, la congregación de los Hermanos Maristas. En 1818
funda la primera escuela en su pueblo natal, Marlhes. Y al año siguiente, en su
parroquia, La Valla-en-Gier. A su muerte, veintidós años después, en 1840, hay
ya casi cincuenta escuelas por toda Francia.
Hoy, los
Hermanos Maristas son más de cuatro mil religiosos y están presentes en más de
cien países, gracias a que San Marcelino Champagnat estuvo atento a la voz de
Dios. Primero, cuando, a los catorce años, recibe en Marlhes la visita de un
sacerdote que le propone entrar en el seminario. Después, cuando persevera en
sus estudios, pese a que el primer año fracasa como estudiante y el director
del seminario le recomienda quedarse en casa porque no es apto para los
estudios eclesiásticos. O más adelante, cuando no se conforma con sus
obligaciones como joven sacerdote y se lanza a una nueva fundación, a pesar de
su escasa salud y de la convulsa situación del país en aquella época. Con la
ayuda de Dios, logró superar numerosas contrariedades, sobre todo en los
comienzos de su obra, pues hasta sus colegas sacerdotes lo tildaban de
orgulloso, de obrar por la vanidad de presentarse como fundador, y lo
consideraron loco y falto de toda prudencia. Sin embargo, no se desanimó por
las incomprensiones o las calumnias, fue un gran pionero en muchas cuestiones
educativas, un gran evangelizador y un gran santo.
El 2 de
septiembre de 1827, una humilde mujer de origen francés que viaja desde Milán a
Lyon con su esposo y sus tres hijos llama a las puertas de una parroquia de
Turín. Está en el sexto mes de embarazo y gravemente enferma. Le abre la puerta
un sacerdote de cuarenta y un años llamado José Benito Cottolengo. Al verla en
ese estado, la conduce en su carruaje hasta el cercano hospital de
tuberculosos, pero no es atendida por tratarse de una extranjera que no reúne
los requisitos legales para ser internada. Hace nuevos intentos en otras
instituciones sanitarias pero todo es en vano: la pobre mujer fallece tras una
larga y dolorosa agonía. Al ver los rostros desolados del marido y de los tres
niños, comprende que debe hacer algo para que la gente desamparada tenga un
sitio al que acudir. Cuatro meses después, ya ha puesto en marcha un pequeño
hospital en una casa alquilada. Al cabo de pocos años, disponía ya de varios
edificios destinados de modo específico a enfermos mentales, huérfanos,
inválidos, desamparados y sordomudos. Fundó una congregación dedicada
exclusivamente a prestar asistencia a todos esos pacientes, que estaban en
situación de extrema pobreza. Hoy, en muchos lugares del mundo, a las
instituciones que acogen a la gente más desamparada se les designa con el
nombre de “cottolengos”, prueba evidente de la gran influencia de aquel
sacerdote de Turín que supo captar la voz de Dios en la triste muerte de
aquella mujer inmigrante. Esas situaciones no eran infrecuentes en aquella
época, pero él tuvo ojos para descubrir en todo ello un designio de Dios para
su vida. Quizá a otros les hacía simplemente maldecir la situación, o incluso
renegar de Dios, pero a San José Benito Cottolengo le hizo entregar su vida a
promover fecundas y extensas iniciativas en favor de todo tipo de necesitados.
El 6 de
febrero de 1844, una chica joven de la alta sociedad madrileña visita con una
amiga suya el hospital San Juan de Dios, donde están las mujeres de mala vida
que caen enfermas. Se llama Micaela Desmaisières López de Dicastillo y Olmeda,
Vizcondesa de Jorbalán. Es una mujer sensible, que alterna la vida de la
aristocracia con las obras de caridad. Pero, aquel día, Micaela se topa de
pronto con el drama de estas chicas jóvenes en la persona de una de ellas: una
muchacha modosa y tímida, hija de un rico banquero navarro, que se había visto
abocada a la prostitución tras ser engañada y seducida por unos desalmados.
Nunca se había imaginado que los hombres dieran un trato tan injusto y cruel a
esas pobres criaturas, después de haberlas corrompido.
Aquel
espectáculo es para ella como una revelación del Cielo. Micaela se referirá
siempre a aquella mujer como “la chica del chal” y su historia le conmueve de
tal forma que la marca de por vida. Cuando se entera, además, de la espantosa
vida que les espera cuando salen de allí, piensa que es necesario hacer algo
para ayudarlas. Enseguida pone en marcha un pequeño colegio para las muchachas
en peligro, y para las que ya han sido víctimas, para intentar redimirlas. A
partir de ahí, se produce a su alrededor una verdadera tormenta de
incomprensiones, aun entre sus mejores amistades. ¿A quién se le iba a ocurrir
que una mujer de la más alta clase social, emparentada con las familias más
ricas y famosas de la capital, se dedique a cuidar mujeres de mala vida? Las
calumnias van en aumento, pero a ella no parecen importarle demasiado. En 1850,
deja los fastos de la corte de Isabel II para vivir con sus chicas en el
colegio. Tras grandes dificultades, el colegio crece y ya tiene con ella algunas
colaboradoras. Ve la necesidad de formar una comunidad que dé estabilidad a la
obra, y en 1856 funda la Congregación de Adoratrices Esclavas del Santísimo
Sacramento y de la Caridad, dedicadas a adorar a Cristo Jesús en la Eucaristía
y a trabajar por preservar a las muchachas en peligro y a redimir a las que ya
cayeron.
La comunidad
se extiende rápidamente y hoy cuenta con casi dos mil religiosas en más de
ciento sesenta casas y colegios por todo el mundo. Ella decía a sus religiosas:
“Es difícil encontrar otra fundadora que haya sido más acusada, más calumniada
y más regañada que yo. Mis acciones las juzgan de la peor manera posible. Pero
poco me interesa lo que la gente están diciendo de mí, porque mi juez es Dios”.
Y Dios la glorificó haciendo numerosos milagros por su intercesión. Hoy, las
religiosas de Santa María Micaela siguen prestando un servicio impagable a
decenas de miles de mujeres que sufren el riesgo de las muchas formas de
explotación y esclavitud que siempre tiene la sociedad de cualquier época. AA
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