Texto del Evangelio (Lc 14,15-24): En aquel tiempo, dijo a Jesús uno de los que comían a la mesa:
«¡Dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios!». Él le respondió: «Un hombre
dio una gran cena y convidó a muchos; a la hora de la cena envió a su siervo a
decir a los invitados: ‘Venid, que ya está todo preparado’. Pero todos a una
empezaron a excusarse. El primero le dijo: ‘He comprado un campo y tengo que ir
a verlo; te ruego me dispenses’. Y otro dijo: ‘He comprado cinco yuntas de
bueyes y voy a probarlas; te ruego me dispenses’. Otro dijo: ‘Me he casado, y
por eso no puedo ir’.
»Regresó el siervo y se lo contó a su señor.
Entonces, airado el dueño de la casa, dijo a su siervo: ‘Sal en seguida a las
plazas y calles de la ciudad, y haz entrar aquí a los pobres y lisiados, y
ciegos y cojos’. Dijo el siervo: ‘Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía
hay sitio’. Dijo el señor al siervo: ‘Sal a los caminos y cercas, y obliga a
entrar hasta que se llene mi casa’. Porque os digo que ninguno de aquellos
invitados probará mi cena».
«Sal a los caminos y cercas, y obliga
a entrar hasta que se llene mi casa»
Comentario: Rev. D. Joan COSTA i Bou (Barcelona,
España)
Hoy, el Señor nos
ofrece una imagen de la eternidad representada por un banquete. El banquete
significa el lugar donde la familia y los amigos se encuentran juntos, gozando
de la compañía, de la conversación y de la amistad en torno a la misma mesa.
Esta imagen nos habla de la intimidad con Dios trinidad y del gozo que
encontraremos en la estancia del cielo. Todo lo ha hecho para nosotros y nos
llama porque «ya está todo preparado» (Lc 14,17). Nos quiere con Él; quiere a
todos los hombres y las mujeres del mundo a su lado, a cada uno de nosotros.
Es necesario, sin
embargo, que queramos ir. Y a pesar de saber que es donde mejor se está, porque
el cielo es nuestra morada eterna, que excede todas las más nobles aspiraciones
humanas —«ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que
Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2,9) y, por lo tanto, nada le es
comparable—; sin embargo, somos capaces de rechazar la invitación divina y
perdernos eternamente el mejor ofrecimiento que Dios podía hacernos: participar
de su casa, de su mesa, de su intimidad para siempre. ¡Qué gran
responsabilidad!
Somos,
desdichadamente, capaces de cambiar a Dios por cualquier cosa. Unos, como
leemos en el Evangelio de hoy, por un campo; otros, por unos bueyes. ¿Y tú y
yo, por qué somos capaces de cambiar a aquél que es nuestro Dios y su
invitación? Hay quien por pereza, por dejadez, por comodidad deja de cumplir
sus deberes de amor para con Dios: ¿Tan poco vale Dios, que lo sustituimos por
cualquier otra cosa? Que nuestra respuesta al ofrecimiento divino sea siempre
un sí, lleno de agradecimiento y de admiración.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario