“Durante cinco
años -cuenta el filósofo francés Jean Guitton- fui prisionero de guerra en un
campo de concentración destinado a oficiales, cuyo número ascendía a cinco o
seis mil hombres. Aquellos hombres, obligados a la reclusión, privados de la
familia que habían formado o esperaban formar, no podían evitar las reflexiones
sobre la condición humana. Recuerdo que, durante un triste atardecer, no
sabíamos qué hacer y uno de nosotros imaginó un extraño juego: cada uno debía
contar de qué modo su padre había conocido a su madre. Como fácilmente se
adivinará, todas las historias, pese a ser muy distintas, se parecían. Lo que
había provocado el amor del hombre por la mujer o de la mujer por el hombre
era, a menudo, un pequeño detalle: el hecho de perder un tren, una mirada, una
simple palabra, un silencio más prolongado... Tras estas confidencias, en el
barracón de los prisioneros se produjo un silencio metafísico. Cada uno de
nosotros comprendía que aquello en virtud de lo cual uno mismo existía, había
sido originado por algo insignificante, por un encuentro, por un rasgo en un
rostro, por el color de unas pupilas. Cada uno de nosotros comparaba la
desproporción entre el origen de su ser -una casualidad, un movimiento emotivo-
y su propio ser, y comprendía que estaba ante un misterio, ante la
desproporción entre algo fugaz y aleatorio, por una parte, y el universo
espiritual, surgido de este hecho accidental, por otra”.
El desarrollo
de un amor, o de la lealtad a una decisión, suele comenzar de modo tan modesto
y casual como el recogido por Guitton en este recuerdo autobiográfico. Hay
frecuentemente una notable desproporción entre los inicios sencillos, y en
apariencia quizá intrascendentes, de un afecto, y el amor ardiente e
incondicionado que, después, ese afecto está llamado a ser. El amor humano,
como el sobrenatural, ha de atravesar necesariamente un conjunto de etapas e
incidencias, que son parte de la biografía de la persona y forman la historia
de la fidelidad a lo que Dios le pide. Sucede con el amor, y sucede también,
por ejemplo, con el proceso de muchas conversiones. Se podrían contar miles de
casos.
“Me llegó una
carta -contaba la Madre Teresa de Calcuta- de un brasileño muy rico. Me decía
que había perdido la fe; pero no solo la fe en Dios, sino también la fe en los
hombres. Estaba harto de su situación y de todo lo que le rodeaba, y había
adoptado una decisión radical: suicidarse. Un día, en que aquel hombre iba de
paso por una abarrotada calle del centro, vio un televisor en el escaparate de
una tienda. El programa que estaban transmitiendo en aquel momento había sido
rodado en nuestro Hogar del Moribundo Abandonado de Calcuta. Se veía a nuestras
Hermanas cuidando a los enfermos y moribundos. El remitente me aseguraba que,
al ver aquello, se sintió empujado a caer de rodillas y rezar, tras muchos años
en que no había hecho ninguna de ambas cosas: orar arrodillado. A partir de
aquel día recobró su fe en Dios y en la humanidad, y se convenció de que Dios
lo seguía amando”.
Las llamadas
de Dios son distintas para cada uno. Y no faltan ocasiones en que la llamada se
presenta bajo la apariencia de un error. Un día del año 1588, un joven
napolitano llamado Ascanio Caracciolo recibe por error una carta de Agostino
Adorno, pidiéndole consejo acerca de la idea de fundar una nueva comunidad
religiosa y proponiendo su colaboración. En realidad, la carta estaba dirigida
a otra persona, que tenía idéntico nombre y apellido, pero él, al leerla,
comprende que eso era precisamente lo que había deseado desde hacía años. Fue a
entregar la carta a su destinatario, estuvo charlando con él y decidió formar
parte de esa nueva institución, los Clérigos Regulares Menores, de la que fue
prácticamente su cofundador. Dios se sirvió de aquel error humano para dar a conocer
su vocación a aquel joven, que acabaría siendo San Francesco Caracciolo.
Dios habla a
cada alma con un lenguaje distinto, personal. Tiene una llave distinta, un
“password” personal para el alma de cada uno. Y evoca recuerdos y situaciones
que solo cobran sentido para cada uno. A Natanael le dice: “Antes que Felipe te
llamase, te vi yo, cuando estabas debajo de la higuera”. Nunca sabremos qué
sucedió exactamente en su interior, pero aquello fue lo que le movió a seguir
al Señor. Por eso, no debemos menospreciar las pequeñas insinuaciones de Dios
que provienen de cosas que leemos, o que se nos ocurren, o que recordamos, o
que nos dicen. Pueden ser pequeños oleajes interiores, bajo la superficie
aparentemente calmada de nuestra vida, un mar de fondo con el que quizá Dios
esté queriendo decirnos algo.
—¿Crees entonces que en el descubrimiento de la
propia vocación son frecuentes las casualidades?
Se puede ver
de otro modo, pensando no tanto en casualidades, sino en buscar el designio de
Dios a través de las cosas ordinarias que la Providencia pone en nuestro
camino. Y eso ya no es tanto “casualidad” como “causalidad”.
No es
propiamente casualidad, por ejemplo, que San Maximiliano Kolbe escuchara en una
homilía de domingo de 1906 la noticia de que se abría un nuevo seminario
franciscano en Lvov y que aquello removiera sus inquietudes vocacionales y se
decidiera a ingresar allí a los pocos meses. O que San Juan de Dios escuchara
en Granada en 1539 la predicación de San Juan de Ávila y que aquello le hiciera
cambiar de vida por completo. O que San Camilo de Lelis tuviera que acudir en
1582 al Hospital de Santiago, en Roma, para curar una herida, y que allí
descubriera su llamada a fundar una congregación dedicada al cuidado de los
enfermos. Podrían citarse multitud de aparentes casualidades de las que Dios se
sirvió para hacer ver sus designios a una persona.
Un día de
agosto de 1930, un joven ingeniero industrial llamado Isidoro Zorzano viaja de
Málaga a Madrid. Pasea por la calle Nicasio Gallego mientras hace tiempo hasta
la salida del tren que le llevará a pasar unos días de vacaciones en Logroño.
San Josemaría Escrivá, antiguo compañero suyo del colegio, vuelve en ese
momento a casa por un recorrido que no era el habitual. Al doblar una esquina,
se encuentra con Isidoro, cuya llegada a Madrid ignoraba. Charlan un rato e
Isidoro le cuenta enseguida sus inquietudes de entrega a Dios, que arrancan de
unos años atrás pero que no sabe cómo orientar. San Josemaría le habla del Opus
Dei, recién fundado y en el que se encuentra todavía prácticamente solo.
Isidoro queda muy impresionado y ve en todo aquello un claro designio de Dios.
Desde aquel día tiene total seguridad de su vocación, a la que es ejemplarmente
fiel hasta que fallece, en 1943, con fama de santidad.
—Pero no todas las casualidades que nos acontecen
en la vida serán un designio de Dios, porque entonces podríamos ver signos por
todas partes.
No debemos
interpretar cada pequeña cosa como una señal divina que nos indica qué debemos
hacer. Pero también es cierto que nada de lo que nos sucede es simple
casualidad. Todo sucede por algo y para algo. Dios no dispone las cosas, la
vida de una persona, para que esté ahí, sin más, sin sentido: nacer, vivir,
morir, sin un porqué ni un para qué.
Dios acompaña
cada uno de nuestros pasos, tantas veces vacilantes. Nos descubre lo necesario
para que, a su vez, nosotros descubramos el sentido de nuestra vida. Suele
hacerlo poco a poco, sin avasallar, buscando en nosotros una respuesta
paulatina, un diálogo de generosidad entre sus llamadas y nuestras respuestas.
Quizá ha esperado durante mucho tiempo y ahora empieza a descubrirte su querer,
o quizá lo intenta desde hace tiempo y ahora empiezas a verlo. Lo decisivo es
la resonancia que esos sucesos alcanzan en nuestra alma, despertando una
sensibilidad nueva.
—Pero esas casualidades pueden ser simplemente
medios de los que se sirve Dios para hacernos ver cuestiones en las que
mejorar.
Sí. Y si
respondemos con generosidad, seremos cada vez mejores, y quizá Dios nos irá
haciendo nuevas llamadas hasta desvelar cada vez más su designio para con
nosotros.
—¿Y a Dios no le basta con que seamos “buenas
personas”, nada más?
Toda persona
con un mínimo de formación tiene sus proyectos de futuro, su ilusión
profesional, sus deseos de mejorar el mundo, de hacer algo por luchar contra la
pobreza, contra la ignorancia, contra la injusticia. Cuando alguien dice que se
conforma con ser buena persona, sin más, da la impresión de que pone unos
límites bastante cortos a esos horizontes; que alberga buenos deseos, pero no
está dispuesto a perder comodidades.
Toda vocación
comporta una llamada a desprenderse del pequeño horizonte de la vida actual,
para comprometerse en una obra más grande. Es cierto que la concreción de esos
grandes ideales se presenta a veces como algo incómodo, con demasiadas
responsabilidades y exigencias, y lo vemos como algo lejano. Pero quizá un día,
de repente, casi sin darte cuenta, en el momento y en el lugar más insospechado,
te encuentras delante de un Dios que quiere decirte algo, no sabes bien qué. AA
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